01/01/2016 17:30
(RV).- En el primer día del año 2016, el Papa
Francisco invocó a la Virgen María, Madre de la Misericordia, después de abrir
la Puerta Santa en la Basílica vaticana de Santa María La Mayor.
En su homilía, Francisco resaltó que esta Puerta
Santa es “una puerta de la Misericordia” porque “quien atraviesa ese umbral
está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena
confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la
certeza de que tendrá a su lado la compañía de María”.
La Madre del Hijo de Dios -explicó el Papa- se hace
“peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra
vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor”.
Abramos de par en par nuestro corazón a la alegría
del perdón, conscientes de ver restituida la esperanza cierta, para hacer de
nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios”.
(Mercedes
De La Torre – Radio Vaticano).
TEXTO
COMPLETO DE LA HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO:
Salve,
Mater misericordiae!
Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en
la Basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el
comienzo de un antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía,
de autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota
espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón,
Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría».
En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con
sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.
Hoy más que nunca resulta muy apropiado que
invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho
una puerta de la Misericordia. Quien atraviesa ese umbral está llamado a
sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo
alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza de que tendrá a
su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha
engendrado en su seno el Rostro mismo de la misericordia divina, Jesús, el
Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5).
El Hijo de Dios, que se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su
Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el
camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.
María es Madre de Dios que perdona, que da el perdón, y por eso podemos
decir que es Madre del perdón. Esta palabra –«perdón»– tan poco comprendida por
la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe
cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor.
Y sólo quien ama de verdad es capaz de llegar a perdonar, olvidando la ofensa
recibida. A los pies de la cruz, María vio a su Hijo ofrecerse totalmente a sí
mismo y así dar testimonio de lo que significa amar como Dios ama. En aquel momento
escuchó a Jesús pronunciar palabras que probablemente nacían de lo que ella
misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen» (Lc 23,34). En
aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella
misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a
los que estaban matando a su Hijo inocente.
Para nosotros, María se convierte en un icono de
cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón
enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No
lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus
disquisiciones. El perdón de la Iglesia debe tener la misma amplitud que el de
Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Y por eso el
Espíritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón,
para que todo lo que nos ha conseguido la muerte de Jesús pueda llegar a todos
los hombres, en cualquier momento y lugar (cf. Jn 20,19-23).
El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia,
Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa
alegría son hermanas: todas son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos,
escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a
Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que le permite cumplir de
nuevo la voluntad de Dios, y que la llena de auténtica felicidad. Esta gracia
abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es la
enseñanza que proviene del Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme. […]Devuélveme la alegría de tu
salvación» (51, 12.14). La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la
tristeza provocada por el rencor y por la venganza. El perdón nos abre a la
alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte,
mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole
el reposo y la paz.
Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la
Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre
de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para
redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos de par en par
nuestro corazón a la alegría del perdón, conscientes de ver restituida la
esperanza cierta, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde
instrumento del amor de Dios.
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