Papa: «la paz proviene de
la conversión del corazón, antes incluso que del final de las guerras» -
REUTERS
12/01/2015 11:53
(RV).-
TEXTO DEL DISCURSO COMPLETO DEL PAPA:
Excelencias, señoras y
señores:
Les agradezco su presencia
en este tradicional encuentro que, al comenzar el año, me da la oportunidad de
dirigirles a ustedes, a sus familias y a los pueblos que representan un cordial
saludo y los mejores deseos. Particularmente, agradezco al Decano, el
Excelentísimo Sr. Jean Claude Michel, las amables palabras que me ha dirigido
en nombre de todos, y a cada uno de ustedes su compromiso constante por
favorecer e incrementar, en espíritu de colaboración recíproca, las relaciones
de los países y las organizaciones internacionales que representan con la Santa
Sede. En este último año, se han seguido consolidando, ya sea mediante el
aumento del número de Embajadores residentes en Roma, o mediante la firma de
nuevos Acuerdos bilaterales de carácter general, como el rubricado en enero con
Camerún, y de interés específico, como los firmados con Malta y Serbia.
Me gustaría hacer resonar hoy con fuerza una
palabra que a nosotros nos gusta mucho: Paz. La anuncian los ángeles en la
noche de la Navidad (cf. Lc 2,14) como don precioso de Dios y, al mismo tiempo,
como responsabilidad personal y social que reclama nuestra solicitud y diligencia.
Pero, junto a la Paz, la Navidad nos habla también de otra dramática realidad:
el rechazo. En algunas representaciones iconográficas, tanto de Occidente como
de Oriente –pienso, por ejemplo, en el espléndido icono de la Natividad de
Andréi Rubliov–, el Niño Jesús no aparece recostado en una cuna sino en un
sepulcro. Esta imagen, que pretende unir las dos fiestas cristianas principales
–la Navidad y la Pascua–, indica que, junto a la acogida gozosa del recién
nacido, está también todo el drama que sufre Jesús, despreciado y rechazado
hasta la muerte en Cruz.
Los mismos relatos de Navidad nos permiten ver el
corazón endurecido de la humanidad, a la que le cuesta acoger al Niño. Desde el
primer momento es rechazado, dejado fuera, al frío, obligado a nacer en un
establo porque no había sitio en la posada (cf. Lc 2,7). Y, si así ha sido
tratado el Hijo de Dios, ¡cuánto más lo son tantos hermanos y hermanas
nuestros! Hay un tipo de rechazo que nos afecta a todos, que nos lleva a no ver
al prójimo como a un hermano al que acoger, sino a dejarlo fuera de nuestro
horizonte personal de vida, a transformarlo más bien en un adversario, en un
súbdito al que dominar. Esa es la mentalidad que genera la cultura del descarte
que no respeta nada ni a nadie: desde los animales a los seres humanos, e
incluso al mismo Dios. De ahí nace la humanidad herida y continuamente dividida
por tensiones y conflictos de todo tipo.
En los relatos evangélicos de la infancia, es
emblemático en este sentido el rey Herodes, que viendo amenazada su autoridad
por el Niño Jesús, hizo matar a todos los niños de Belén. La mente vuela
enseguida a Paquistán, donde hace un mes fueron asesinados cien niños con una
crueldad inaudita. Deseo expresar de nuevo mi pésame a sus familias y asegurarles
mi oración por los muchos inocentes que han perdido la vida.
Así pues, a la dimensión personal del rechazo, se
une inevitablemente la dimensión social: una cultura que rechaza al otro, que
destruye los vínculos más íntimos y auténticos, acaba por deshacer y disgregar
toda la sociedad y generar violencia y muerte. Lo podemos comprobar
lamentablemente en numerosos acontecimientos diarios, entre los cuales la
trágica masacre que ha tenido lugar en París estos últimos días. Los otros «ya
no se ven como seres de la misma dignidad, como hermanos y hermanas en la
humanidad, sino como objetos» (Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de la
Paz, 8 diciembre 2014, 4). Y el ser humano libre se convierte en esclavo, ya
sea de las modas, del poder, del dinero, incluso a veces de formas
tergiversadas de religión. Sobre estos peligros, he pretendido alertar en el
Mensaje de la pasada Jornada Mundial de la Paz, dedicado al problema de las
numerosas esclavitudes modernas. Todas ellas nacen de un corazón corrompido,
incapaz de ver y de hacer el bien, de procurar la paz.
Constatamos con dolor las dramáticas consecuencias
de esta mentalidad de rechazo y de la «cultura de la esclavitud» (ibid., 2) en
la constante proliferación de conflictos. Como una auténtica guerra mundial combatida
por partes, se extienden, con modalidades e intensidad diversas, a diferentes
zonas del planeta, como en la vecina Ucrania, convertida en un dramático
escenario de confrontación y para la que deseo que, mediante el diálogo, se
consoliden los esfuerzos que se están realizando para que cese la hostilidad, y
las partes implicadas emprendan cuanto antes, con un renovado espíritu de
respeto a la legalidad internacional, un sincero camino de confianza mutua y de
reconciliación fraterna que permita superar la crisis actual.
Mi pensamiento se dirige, sobre todo, a Oriente
Medio, comenzando por la amada tierra de Jesús, que he tenido la alegría de
visitar el pasado mes de mayo y a la que no nos cansaremos nunca de desear la
paz. Así lo hicimos, con extraordinaria intensidad, junto al entonces
Presidente israelí, Shimon Peres, y al Presidente palestino, Mahmud Abbas, con
la esperanza firme de que se puedan retomar las negociaciones entre las dos
partes, para que cese la violencia y se alcance una solución que permita, tanto
al pueblo palestino como al israelí, vivir finalmente en paz, dentro de unas
fronteras claramente establecidas y reconocidas internacionalmente, de modo que
“la solución de dos Estados” se haga efectiva.
Desgraciadamente, Oriente Medio sufre otros
conflictos, que se arrastran ya durante demasiado tiempo y cuyas
manifestaciones son escalofriantes también a causa de la propagación del
terrorismo de carácter fundamentalista en Siria e Iraq. Este fenómeno es
consecuencia de la cultura del descarte aplicada a Dios. De hecho, el
fundamentalismo religioso, antes incluso de descartar a seres humanos
perpetrando horrendas masacres, rechaza a Dios, relegándolo a mero pretexto
ideológico. Ante esta injusta agresión, que afecta también a los cristianos y a
otros grupos étnicos de la Región, los yazidíes por ejemplo, es necesaria
una respuesta unánime que, en el marco del derecho internacional, impida que se
propague la violencia, reestablezca la concordia y sane las profundas heridas
que han provocado los incesantes conflictos. Aprovecho esta oportunidad para
hacer un llamamiento a toda la comunidad internacional, así como a cada uno de
los gobiernos implicados, para que adopten medidas concretas en favor de la paz
y la defensa de cuantos sufren las consecuencias de la guerra y de la
persecución y se ven obligados a abandonar sus casas y su patria. Con una carta
enviada poco antes de la Navidad, he querido manifestar personalmente mi
cercanía y asegurar mi oración a todas las comunidades cristianas de Oriente
Medio, que dan un testimonio valioso de fe y coraje, y tienen un papel
fundamental como artífices de paz, de reconciliación y de desarrollo en las
sociedades civiles de las que forman parte. Un Oriente Medio sin cristianos
sería un Oriente Medio desfigurado y mutilado. A la vez que pido a la comunidad
internacional que no sea indiferente ante esta situación, espero que los
dirigentes religiosos, políticos e intelectuales, especialmente musulmanes,
condenen cualquier interpretación fundamentalista y extremista de la religión,
que pretenda justificar tales actos de violencia.
En otras partes del mundo, tampoco faltan parecidas
formas de crueldad, que con frecuencia generan víctimas entre los más pequeños
e indefensos. Pienso especialmente en Nigeria, donde no cesa la violencia que
sufre indiscriminadamente la población, y crece cada vez más el trágico
fenómeno de los secuestros de personas, a menudo jóvenes raptadas para ser
objeto de trata. ¡Es un tráfico execrable que no puede continuar! Una plaga que
hay que arrancar y que afecta a todos, desde las familias a la comunidad
mundial (cf. Discurso a los nuevos Embajadores acreditados ante la Santa Sede,
12 diciembre 2013).
Sigo también con preocupación los no pocos
conflictos de carácter civil que afectan a otras partes de África, como Libia,
devastada por una larga guerra intestina que causa incontables sufrimientos
entre la población y tiene graves repercusiones en el delicado equilibrio de la
Región. Pienso en la dramática situación de la República Centroafricana, en la
que constatamos con dolor cómo la buena voluntad que ha animado los trabajos de
quienes quieren construir un futuro de paz, seguridad y prosperidad, encuentra
resistencias e intereses egoístas de parte que ponen en peligro las
expectativas de un pueblo que ha sufrido tanto y desea construir libremente su
futuro. Particularmente preocupante es también la situación de Sudán del Sur y
algunas regiones de Sudán, del Cuerno de África y de la República Democrática
del Congo, donde no deja de aumentar el número de víctimas entre la población
civil, y miles de personas, muchas de ellas mujeres y niños, se ven obligadas a
huir y a vivir en condiciones de extrema necesidad. A este respecto, espero que
los gobiernos y la comunidad internacional lleguen a un compromiso común para
que se ponga fin a todo tipo de lucha, de odio y de violencia y se apueste por
la reconciliación, la paz y la defensa de la dignidad transcendente de la
persona.
No podemos olvidar que las guerras llevan consigo
otro horrible crimen: la violación. Se trata de una ofensa gravísima a la
dignidad de la mujer, que no sólo es deshonrada en la intimidad de su cuerpo,
sino también en su alma, con un trauma que difícilmente desaparecerá y cuyas
consecuencias son también de carácter social. Lamentablemente, se constata que
también allí donde no hay guerras, muchas mujeres sufren violencia hoy.
Todos los conflictos bélicos son la manifestación
más clara de la cultura del descarte, pues, en ellos, las vidas son
deliberadamente pisoteadas por quien ostenta la fuerza. Existen, sin embargo,
formas más sutiles y veladas de rechazo, que alimentan también esa cultura.
Pienso sobre todo en los enfermos, aislados y marginados, como los leprosos de
los que habla el Evangelio. Entre los leprosos de nuestro tiempo están también
los afectados por esta nueva y tremenda epidemia del Ébola, que, especialmente
en Liberia, Sierra Leona y Guinea, ha acabado con más de seis mil vidas. Quiero
reconocer y agradecer hoy públicamente el trabajo de los agentes sanitarios que,
junto a religiosos y voluntarios, prestan todos los cuidados posibles a los
enfermos y a sus familiares, sobre todo a los niños que se han quedado
huérfanos. Al mismo tiempo, hago de nuevo un llamamiento a la comunidad
internacional para que se asegure una adecuada asistencia humanitaria a los
pacientes y hagan un esfuerzo común por erradicar el virus.
A la lista de las vidas descartadas a causa de las
guerras y de las enfermedades, hay que añadir las de los numerosos desplazados
y refugiados. También en este caso podemos sacar luz de la infancia de Jesús,
que es testigo de otra forma de cultura del descarte que rompe las relaciones y
“deshace” la sociedad. Efectivamente, ante la crueldad de Herodes, la Sagrada
Familia se ve obligada a huir a Egipto, de donde regresará unos años más tarde
(cf. Mt 2,13-15). Las situaciones de conflicto que acabamos de describir
provocan con frecuencia la huida de miles de personas de su lugar de origen. A
veces ni siquiera en busca de un futuro mejor, sino simplemente de un futuro,
porque permanecer en su patria puede significar una muerte segura. ¿Cuántas
personas pierden la vida en viajes inhumanos, sometidas a vejaciones por parte
de auténticos verdugos, ávidos de dinero? Ya me referí a esto en mi reciente
visita al Parlamento Europeo, indicando que «no se puede tolerar que el mar
Mediterráneo se convierta en un gran cementerio» (Discurso al Parlamento
Europeo, Estrasburgo, 25 noviembre 2014). Hay también otro dato alarmante:
muchos emigrantes, sobre todo en América, son niños solos, más expuestos a los
peligros y necesitados de mayor atención, cuidados y protección.
Cuando llegan sin documentos a lugares
desconocidos, cuya lengua no hablan, es difícil para los inmigrantes situarse y
encontrar trabajo. Además de los peligros de la huida, tienen que afrontar
también el drama del rechazo. Es necesario un cambio de actitud: pasar de la
indiferencia y del miedo a una sincera aceptación del otro. Esto requiere
naturalmente «poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de
tutelar los derechos de los ciudadanos y de garantizar al mismo tiempo la
acogida a los inmigrantes» (ibid.). A la vez que expreso mi agradecimiento a
cuantos, incluso a costa de su propia vida, se dedican a prestar asistencia a
los refugiados y a los inmigrantes, exhorto tanto a los Estados como a las
Organizaciones internacionales a actuar decididamente para resolver estas
graves situaciones humanitarias y prestar la ayuda necesaria a los países de
origen de los inmigrantes para favorecer su desarrollo socio-político y
la superación de los conflictos internos, que son la causa principal de este
fenómeno. «Es necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los
efectos» (ibid.). Además, esto consentirá a los inmigrantes volver un día a su
patria y contribuir a su crecimiento y desarrollo.
Junto a los inmigrantes, a los desplazados y a los
refugiados, hay también tantos «exiliados ocultos» (Angelus, 29 diciembre
2013), que viven en el seno de nuestras casas y en nuestras mismas familias. Me
refiero a los ancianos y a los discapacitados, y también a los jóvenes. Los
primeros son rechazados cuando se convierten en un peso y en «presencias que
estorban» (ibid.), mientras que los últimos son descartados porque se les niega
la posibilidad de trabajar para forjarse su propio futuro. No existe peor
pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo (cf.
Discurso a los participantes en el Encuentro mundial de Movimientos Populares,
28 octubre 2014), y que convierte el trabajo en una forma de esclavitud. Ya me
referí a esto en un reciente encuentro con los Movimientos populares, que están
fuertemente comprometidos en la búsqueda de soluciones adecuadas a algunos
problemas de nuestro tiempo, como la plaga cada vez más extendida del desempleo
juvenil y del trabajo negro, y el drama de tantos trabajadores, especialmente
niños, explotados por codicia. Todo esto es contrario a la dignidad humana y es
fruto de una mentalidad que pone en el centro el dinero, los beneficios y los
intereses económicos en detrimento del hombre.
No pocas veces, la misma familia es objeto de
descarte, a causa de una cada vez más extendida cultura individualista y
egoísta que anula los vínculos y tiende a favorecer el dramático fenómeno de la
disminución de la natalidad, así como de leyes que privilegian diversas formas
de convivencia en lugar de sostener adecuadamente a la familia por el bien de
toda la sociedad.
Una de las causas de estos fenómenos es esa
globalización uniformante que descarta incluso a las culturas, acabando así con
los factores propios de la identidad de cada pueblo que constituyen la herencia
imprescindible para un sano desarrollo social. En un mundo uniformado y carente
de identidad, es fácil percibir el drama y la frustración de tantas personas, que
han perdido literalmente el sentido de la vida. Este drama se ve agravado por
la persistente crisis económica, que provoca desconfianza y favorece la
conflictividad social. He podido notar sus consecuencias incluso aquí en Roma,
donde me he encontrado con muchas personas que viven situaciones difíciles, y
en los diversos viajes realizados en Italia.
Precisamente a la querida nación italiana quiero
dedicarle unas palabras llenas de esperanza para que, en el continuo clima de
incertidumbre social, política y económica, el pueblo italiano no ceda al
desaliento y a la tentación del enfrentamiento, sino que redescubra los valores
de la atención recíproca y la solidaridad sobre los que se funda su cultura y
su convivencia ciudadana, y que son fuente de confianza tanto en el prójimo
como en el futuro, sobre todo para los jóvenes.
Pensando en la juventud, deseo mencionar mi viaje a
Corea, donde, el pasado mes de agosto, me encontré con miles de jóvenes en la
VI Jornada Mundial de la Juventud Asiática y donde recordé que es
necesario valorar a los jóvenes, «intentando transmitirles el legado del pasado
aplicándolo a los retos del presente» (Discurso a las Autoridades, Seúl, 14
agosto 2014). Para eso, es necesario reflexionar «sobre el modo adecuado de
transmitir nuestros valores a la siguiente generación y sobre el tipo de mundo
y sociedad que estamos construyendo para ellos» (ibid.).
Esta tarde tendré la alegría de volver a Asia, para
visitar Sri Lanka y Filipinas, y mostrar así el interés y la solicitud pastoral
con que sigo los acontecimientos de los pueblos de ese vasto continente. A
ellos y a sus gobiernos, deseo manifestarles una vez más el deseo de la Santa
Sede de contribuir al bien común, a la armonía y a la concordia social.
Especialmente, espero que se retome el diálogo entre las dos Coreas, países
hermanos, que hablan la misma lengua.
Excelencias, señoras y señores:
Al inicio del nuevo año, no queremos, sin embargo,
que nuestra mirada quede dominada por el pesimismo, los defectos y las
deficiencias de nuestro tiempo. Queremos también dar las gracias a Dios por lo
que nos ha dado, por los beneficios que nos ha dispensado, por los diálogos y
los encuentros que nos ha concedido y por algunos frutos de paz que nos ha dado
la alegría de saborear.
Una clara demostración de que la cultura del
encuentro es posible, la he experimentado durante mi visita a Albania, una
nación llena de jóvenes, que son esperanza de futuro. A pesar de las heridas de
su historia reciente, el país se caracteriza por «la convivencia pacífica y la
colaboración entre los que pertenecen a diversas religiones» (Discurso a las
Autoridades, Tirana, 21 septiembre 2014), en un clima de respeto y confianza
recíproca entre católicos, ortodoxos y musulmanes. Es un signo importante de
que la fe sincera en Dios abre al otro, genera diálogo y contribuye al bien,
mientras que la violencia nace siempre de una mistificación de la religión,
tomada como pretexto para proyectos ideológicos que tienen como único objetivo
el dominio del hombre sobre el hombre. Asimismo, en el reciente viaje a
Turquía, puente histórico entre Oriente y Occidente, he podido constatar los
frutos del diálogo ecuménico e interreligioso, además del compromiso a favor de
los refugiados provenientes de otros países de Oriente Medio. He encontrado
este mismo espíritu de acogida en Jordania, país que visité al inicio de mi
peregrinación a Tierra Santa, así como en los testimonios que me llegan del
Líbano, al que deseo que pueda superar las dificultades políticas actuales.
Un ejemplo que aprecio particularmente de cómo el
diálogo puede verdaderamente edificar y construir puentes es la reciente
decisión de los Estados Unidos de América y Cuba de poner fin a un silencio
recíproco que ha durado medio siglo y de acercarse por el bien de sus ciudadanos.
En este mismo sentido, dirijo un pensamiento al pueblo de Burkina Faso, que
está pasando por un período de importantes transformaciones políticas e
institucionales, para que un renovado espíritu de colaboración pueda contribuir
al desarrollo de una sociedad más justa y fraterna. Quiero destacar también con
satisfacción la firma, el paso mes de mayo, del Acuerdo que pone fin a largos
años de tensión en Filipinas. Igualmente, animo los esfuerzos realizados para
lograr una paz estable en Colombia, así como las iniciativas encaminadas a
restablecer la concordia en la vida política y social de Venezuela. Sin olvidar
los esfuerzos realizados hasta el momento, espero que se pueda llegar cuanto
antes a un entendimiento definitivo entre Irán y el así llamado Grupo 5+1,
sobre el uso de la energía nuclear para fines pacíficos. Me llena de
satisfacción también la decisión de los Estados Unidos de cerrar la cárcel de
Guantánamo, para lo cual algunos países han manifestado generosamente su
disponibilidad para acoger a los presos. Finalmente, deseo expresar mi
reconocimiento y animar a todos aquellos países que están comprometidos
activamente en la consecución del desarrollo humano, la estabilidad política y
la convivencia civil entre sus ciudadanos.
Excelencias, señoras y señores:
El 6 de agosto de 1945, la humanidad asistía a una
de las catástrofes más tremendas de su historia. De un modo nuevo y sin
precedentes, el mundo experimentaba hasta qué punto podía llegar el poder
destructivo del hombre. De las cenizas de aquella terrible tragedia que ha sido
la segunda Guerra mundial surgió una voluntad nueva de diálogo y de encuentro
entre las naciones que dio vida a la Organización de las Naciones Unidas, cuyo
70º Aniversario celebraremos este año. En la visita que realizó al Palacio de
Cristal mi predecesor, el Beato Pablo VI, hace ya cincuenta años, recordaba que
«la sangre de millones de hombres, que sufrimientos inauditos e innumerables,
que masacres inútiles y ruinas espantosas sancionan el pacto que les une en un
juramento que debe cambiar la historia futura del mundo. ¡Nunca jamás guerra!
¡Nunca jamás guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los
pueblos y de toda la humanidad» (Pablo VI, Discurso a las Naciones Unidas,
Nueva York, 4 octubre 1965).
También yo pido lo mismo para el nuevo año, en el
que además culminarán dos importantes procesos: la redacción de la Agencia del
Desarrollo post-2015, con la adopción de los Objetivos del desarrollo
sostenible, y la elaboración de un nuevo Acuerdo sobre el clima. Su condición
indispensable es la paz, que proviene de la conversión del corazón, antes
incluso que del final de las guerras.
Con estos sentimientos, les deseo de nuevo a cada uno de ustedes, a sus
familias y a sus conciudadanos, un año 2015 de esperanza y de paz.
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