15/01/2015 17:14
(RV).- En su segundo día en Filipinas el Papa Francisco,
como segunda actividad pública tras su encuentro con el Cuerpo Diplomático,
celebró la Misa en la catedral de Manila con los
obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas. En una homilía amable y
personal, dedicada al clero filipino, el Santo Padre recordó ante todo que el
papel de los pastores está enraizado en el seguimiento de
Cristo y que la vida consagrada es un signo del amor
del Señor que trae la reconciliación.
En el contexto de los preparativos para celebrar en el año 2021, el 500
aniversario de la evangelización de Filipinas, el Papa Bergoglio subrayó
que el trabajo de las generaciones pasadas llevó el conocimiento de la Palabra
de Dios, así como también la inspiración cristiana en el ámbito caritativo, de
la reconciliación y de la solidaridad al servicio del bien común.
TEXTO DE LA HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO durante la Misa con
los obispos, sacerdotes y religiosos en la Catedral de la Inmaculada Concepción
de Manila:
“¿Me amas?” [la
gente: “¡Sí!”] ¡Gracias! ¡Pero
yo estaba leyendo la palabra de Jesús! Dice el Señor: “¿Me amas?...
Apacienta mis ovejas” (Jn 21,
15-17). Las palabras de Jesús a Pedro en
el Evangelio de hoy son las primeras que les dirijo, queridos
hermanos obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y jóvenes.
Estas palabras nos recuerdan algo
esencial. Todo ministerio pastoral nace del amor. ¡Todo ministerio pastoral nace del amor! Toda vida consagrada
es un signo del amor reconciliador de Cristo.
Al igual que santa Teresa
de Lisieux, cada uno de nosotros, en la diversidad de nuestras vocaciones,
está llamado de alguna manera a ser el amor en el corazón de la Iglesia.
Los saludo a todos con gran afecto. Y les pido que hagan llegar mi afecto a
todos sus hermanos y hermanas ancianos y enfermos,
y a todos aquellos que no han podido unirse a nosotros hoy. Ahora que la Iglesia en
Filipinas mira hacia el quinto centenario de su evangelización,
sentimos gratitud por el legado dejado por tantos obispos, sacerdotes y
religiosos de generaciones pasadas.
Ellos trabajaron, no sólo
para predicar el Evangelio y edificar la Iglesia en este país, sino también
para forjar una sociedad animada por el mensaje del Evangelio de
la caridad, el perdón y la solidaridad al
servicio del bien común. Hoy ustedes continúan esa obra de amor.
Como ellos, están llamados a construir puentes, a apacentar las
ovejas de Cristo, y preparar caminos nuevos para el Evangelio
en Asia, en los albores de una nueva era.
“El amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5,
14). En la primera lectura de hoy san Pablo nos dice que el amor que estamos
llamados a proclamar es un amor reconciliador, que brota del corazón del Salvador
crucificado. Estamos llamados a ser “embajadores de Cristo” (2 Co 5, 20). El nuestro es un
ministerio de la reconciliación. Proclamamos la Buena Nueva del amor
infinito, de la misericordia y de la compasión de
Dios. Proclamamos la alegría del Evangelio. Pues el Evangelio es la
promesa de la gracia de Dios, la única que puede traer la plenitud y la
salvación a nuestro mundo quebrantado. Es capaz de inspirar la
construcción de un orden social verdaderamente justo y redimido.
Ser un embajador de Cristo significa, en primer lugar, invitar a todos a
un renovado encuentro personal con el Señor Jesús (Evangelii Gaudium, 3).
Nuestro encuentro personal
con Él. Esta invitación debe estar en el centro de su
conmemoración de la evangelización de Filipinas.
Pero el Evangelio es
también una llamada a la conversión, a examinar nuestra conciencia, como
individuos y como pueblo. Como los obispos de Filipinas han enseñado
justamente, la Iglesia está llamada a reconocer y combatir las causas de la desigualdad y
la injusticia profundamente arraigada, que deforman el
rostro de la sociedad filipina, contradiciendo claramente las
enseñanzas de Cristo. El Evangelio llama a cada cristiano a vivir una vida de honestidad,
integridad e interés por el bien común. Pero
también llama a las comunidades cristianas a crear “círculos de integridad”, redes de
solidaridad que se expandan hasta abrazar y transformar la sociedad mediante su
testimonio profético.
LOS
POBRES. Los pobres están en el
centro del Evangelio, están en el corazón del Evangelios; si quitamos a los
pobres del Evangelio no podemos comprender plenamente el mensaje de Jesucristo.
Como embajadores de Cristo, nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y
religiosas, debemos ser los primeros en acoger en nuestros corazones su gracia
reconciliadora. San Pablo explica
con claridad lo que esto significa: rechazar perspectivas mundanas y ver todas las cosas de nuevo a la
luz de Cristo; ser los primeros en examinar nuestras conciencias, reconocer
nuestras faltas y pecados, y recorrer el camino de una conversión constante de
la conversión cotidiana. ¿Cómo podemos proclamar a los demás la novedad y
el poder liberador de la Cruz, si nosotros mismos no dejamos que la Palabra de
Dios sacuda nuestra complacencia,
nuestro miedo al cambio,
nuestros pequeños compromisos con
los modos de este mundo, nuestra “mundanidad
espiritual”? (Cf. Evangelii
Gaudium, 93).
Para nosotros, sacerdotes y personas
consagradas, la conversión a la novedad del Evangelio implica un encuentro
diario con el Señor en la oración. Los santos nos enseñan que ésta es la fuente
de todo el celo apostólico. Para los religiosos, vivir la novedad del Evangelio significa también encontrar
siempre de nuevo en la vida
comunitaria y en los apostolados de
la comunidad el incentivo de
una unión cada vez más estrecha con el Señor en la caridad perfecta. Para todos nosotros,
significa vivir de modo que se refleje en nuestras vidas la pobreza de Cristo, cuya existencia entera
se centró en hacer la voluntad del Padre y
en servir a los demás.
El gran peligro, por supuesto, es el materialismo que puede deslizarse
en nuestras vidas y comprometer el testimonio que ofrecemos. Sólo si llegamos a
ser pobres, haciéndonos nosotros mismos
pobres, y eliminamos nuestra complacencia, seremos capaces de
identificarnos con los últimos de nuestros hermanos y hermanas. Veremos las
cosas desde una perspectiva nueva y así responderemos con honestidad e
integridad al desafío de
anunciar la radicalidad del
Evangelio en una sociedad acostumbrada a la exclusión social, a la polarización y a la inequidad escandalosa.
Quisiera decir una palabra especialmente a los jóvenes sacerdotes, religiosos y
seminaristas, aquí presentes. Les pido que compartan con todos la alegría y el entusiasmo de su amor a Cristo y
a la Iglesia, pero sobre todo con sus coetáneos.
Que estén cerca de los jóvenes que pueden estar confundidos y desanimados,
pero siguen viendo a la Iglesia como compañera en el camino y una fuente de esperanza.
Estar cerca de aquellos que, viviendo en medio de
una sociedad abrumada por
la pobreza y la corrupción, están abatidos, tentados de darse por vencidos, de abandonar los
estudios y vivir en las calles. Proclamar la belleza y la verdad del mensaje
cristiano a una sociedad que está tentada por una visión confusa de la sexualidad, el matrimonio y la familia.
Como saben, estas realidades sufren cada vez más el ataque de fuerzas poderosas que amenazan con desfigurar el plan de Dios sobre
la creación y
traicionan los verdaderos valores que
han inspirado y plasmado todo lo mejor de su cultura.
La cultura
filipina, de hecho, ha sido modelada por la creatividad de la fe. Los
filipinos son conocidos en todas partes por su amor a Dios, su ferviente
piedad y su cálida devoción a Nuestra Señora y su Rosario;
su amor a Dios, su ferviente piedad y su calurosa y cordial devoción a la
Virgen y a su Rosario. Este gran patrimonio contiene un poderoso potencial
misionero. Es la forma en la que su pueblo ha inculturado el Evangelio y sigue
viviendo su mensaje (cf. Evangelii
Gaudium, 122). En sus trabajos para preparar el quinto centenario,
construyan sobre esta sólida base.
Cristo murió por todos para que, muertos
en él, ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Él (cf. 2 Co 5, 15).
Queridos hermanos obispos, sacerdotes y religiosos:
pido a María, Madre de la Iglesia, que les conceda un celo desbordante que los
lleve a gastarse con generosidad en el servicio de nuestros hermanos y hermanas.
Que de esta manera, el amor reconciliador de Cristo penetre cada
vez más profundamente en el tejido de la sociedad filipina y, a través de él,
hasta los confines de la tierra. Amén.
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