En el primer día del Año
Nuevo Francisco preside la celebración de la Solemnidad de María Santísima
Madre de Dios - REUTERS
01/01/2015 10:28
(RV).- En la Solemnidad de María Santísima
Madre de Dios, en que también se celebra la 48ª Jornada Mundial de la paz
cuyo tema es “Ya no esclavos, sino hermanos”, tal como lo escribe el
Papa Francisco en su mensaje, a las 10,00, en la Basílica Vaticana el Pontífice
presidió la celebración de la Santa Misa.
En su homilía el Obispo de Roma recordó
las palabras con las que Isabel pronunció su bendición sobre la Virgen
Santa: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. Y explicó que esta
bendición está en continuidad con la bendición sacerdotal que
Dios había sugerido a Moisés para que la transmitiese a Aarón y
a todo el pueblo: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti
y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”.
El Papa Bergoglio destacó que con
esta celebración la Iglesia nos recuerda que María es la primera
destinataria de esta bendición, puesto que en ella se cumple, como en
ninguna otra criatura, el haber visto brillar sobre ella el rostro de Dios, el Verbo
eterno, a fin de que todos lo puedan contemplar.
Además de contemplar el rostro de Dios – explicó el
Santo Padre – también podemos alabarlo y glorificarlo como los pastores,
que volvieron de Belén con un canto de acción de gracias después de
ver al niño y a su joven madre. Y destacó que ambos estaban juntos, como lo
estuvieron en el Calvario, porque Cristo y su Madre son
inseparables.
Tras destacar que María está tan unida a
Jesús porque él le ha dado el conocimiento del corazón, el
conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia materna y el vínculo
íntimo con su Hijo, Francisco afirmó que la Santísima Virgen es la
mujer de fe que dejó entrar a Dios en su corazón, en
sus proyectos; es la creyente capaz de percibir en el don del Hijo el
advenimiento de la «plenitud de los tiempos», en el que Dios entró
personalmente en el surco de la historia de la salvación.
Del mismo modo, Cristo y la Iglesia son
inseparables, dijo también el Papa y no se puede entender la salvación
realizada por Jesús sin considerar la maternidad de la Iglesia. De ahí que
afirmara que separar a Jesús de la Iglesia sería introducir una “dicotomía
absurda”, como escribió el beato Pablo VI.
“Nuestra fe no es una idea abstracta o una
filosofía, sino la relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo
hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros”, afirmó el
Pontífice y añadió que es la Iglesia quien lo anuncia y es en la Iglesia donde
Jesús sigue haciendo sus gestos de gracia que son los sacramentos,
lo que, además, expresa su maternidad. De ahí que destacara que ninguna
manifestación de Cristo, ni siquiera la más mística, puede separarse de la
carne y la sangre de la Iglesia, de la concreción histórica del Cuerpo de
Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un
sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de
nuestra imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.
El Papa concluyó su homilía con el deseo de que
esta madre dulce y premurosa nos obtenga la bendición
del Señor para toda la familia humana. De manera especial hoy – dijo – Jornada
Mundial de la Paz, invocamos su intercesión para que el Señor nos
de la paz en nuestros días: paz en nuestros corazones, paz en las familias,
paz entre las naciones; a la vez que recordó que este año, en concreto, el
mensaje para la Jornada Mundial de la Paz lleva por título: “Ya no más
esclavos, sino hermanos”.
(María Fernanda Bernasconi - RV).
Homilía del Santo Padre Francisco:
Vuelven hoy a la mente las palabras con las que
Isabel pronunció su bendición sobre la Virgen Santa: «¡Bendita tú entre
las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite
la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43).
Esta bendición está en continuidad con la
bendición sacerdotal que Dios había sugerido a Moisés para que la
transmitiese a Aarón y a todo el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro
y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26).
Con la celebración de la
solemnidad de María, Madre de Dios, la Iglesia nos recuerda que María es la
primera destinataria de esta bendición. Se cumple en ella, pues ninguna otra
criatura ha visto brillar sobre ella el rostro de Dios como María, que dio un
rostro humano al Verbo eterno, para que todos lo puedan contemplar.
Además de contemplar el rostro de Dios, también
podemos alabarlo y glorificarlo como los pastores, que volvieron de Belén con
un canto de acción de gracias después de ver al niño y a su joven madre (cf. Lc 2,16).
Ambos estaban juntos, como lo estuvieron en el Calvario, porque Cristo
y su Madre son inseparables: entre ellos hay una estrecha relación, como la
hay entre cada niño y su madre. La carne de Cristo, que es el eje de la
salvación (Tertuliano), se ha tejido en el vientre de María (cf. Sal 139,13).
Esa inseparabilidad encuentra también su expresión en el hecho de que María,
elegida para ser la Madre del Redentor, ha compartido íntimamente toda su
misión, permaneciendo junto a su hijo hasta el final, en el Calvario.
María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del
corazón, el conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia materna y el
vínculo íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer de fe que dejó
entrar a Dios en su corazón, en sus proyectos; es la creyente capaz de percibir
en el don del Hijo el advenimiento de la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4),
en el que Dios, eligiendo la vía humilde de la existencia humana, entró
personalmente en el surco de la historia de la salvación. Por eso no se puede
entender a Jesús sin su Madre.
Cristo y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la
Iglesia y María van siempre juntas y esto es precisamente el misterio de la
mujer en la comunidad eclesial y no se puede entender la salvación realizada
por Jesús sin considerar la maternidad de la Iglesia. Separar a Jesús de la
Iglesia sería introducir una «dicotomía absurda», como escribió el beato
Pablo VI (cf. Exhort. ap. N.Evangelii nuntiandi, 16). No se puede «amar
a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en
Cristo pero al margen de la Iglesia» (ibíd.). En efecto, la Iglesia, la gran
familia de Dios, es la que nos lleva a Cristo. Nuestra fe no es una idea
abstracta o una filosofía, sino la relación vital y plena con una persona:
Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo hombre, murió y resucitó para
salvarnos y vive entre nosotros. ¿Dónde lo podemos encontrar? Lo encontramos en
la Iglesia, en nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica. Es la
Iglesia la que dice hoy: «Este es el Cordero de Dios»; es la Iglesia quien lo
anuncia; es en la Iglesia donde Jesús sigue haciendo sus gestos de gracia que
son los sacramentos.
Esta acción y la misión de la Iglesia expresa su
maternidad. Ella es como una madre que custodia a Jesús con ternura y lo da a
todos con alegría y generosidad. Ninguna manifestación de Cristo, ni siquiera
la más mística, puede separarse de la carne y la sangre de la Iglesia, de la
concreción histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo queda
reducido a una idea, una moral, un sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra
relación con Cristo estaría a merced de nuestra imaginación, de nuestras
interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.
Queridos hermanos y hermanas. Jesucristo es
la bendición para todo hombre y para toda la humanidad. La Iglesia, al
darnos a Jesús, nos da la plenitud de la bendición del Señor. Esta es
precisamente la misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre todos los pueblos la
bendición de Dios encarnada en Jesucristo. Y María, la primera y perfecta
discípula de Jesús, la primera y perfecta creyente modelo de
la Iglesia en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia y
sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su testimonio
materno y discreto camina con la Iglesia desde el principio. Ella, la Madre de
Dios, es también Madre de la Iglesia y, a través de la Iglesia, es Madre de
todos los hombres y de todos los pueblos.
Que esta madre dulce y premurosa nos obtenga la
bendición del Señor para toda la familia humana. De manera especial hoy,
Jornada Mundial de la Paz, invocamos su intercesión para que el Señor
nos de la paz en nuestros días: paz en nuestros corazones, paz en las
familias, paz entre las naciones. Este año, en concreto, el mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz lleva por título: «No más esclavos, sino hermanos».
Todos estamos llamados a ser libres, todos a ser hijos y, cada uno de acuerdo
con su responsabilidad, a luchar contra las formas modernas de esclavitud.
Desde todo pueblo, cultura y religión, unamos nuestras fuerzas. Que nos guíe y
sostenga Aquel que para hacernos a todos hermanos se hizo nuestro servidor.
Miremos a María, contemplemos a la Santa
Madre de Dios. Y quisiera proponerles que la saludáramos juntos, como hizo
aquel valeroso pueblo de Éfeso, que gritaba ante sus pastores cuando entraban
en la iglesia: “¡Santa Madre de Dios!”. Qué hermoso saludo para nuestra Madre…
Dice una historia, no sé si es verdadera, que
algunos, entre aquella gente, tenían bastones en sus manos, quizás para hacer
comprender a los Obispos lo que les habría sucedido si no hubieran tenido el
coraje de proclamar a María “Madre de Dios”.
Invito a todos ustedes, sin bastones, a
alzarse y a saludarla tres veces, de pie, con este saludo de la Iglesia
primitiva: “¡Santa Madre de Dios!”.
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