«Fortalezcan sus corazones» Mensaje del Papa para
la Cuaresma 2015 - RV
27/01/2015 12:29
(RV).-
Poniendo en guardia contra «la dimensión mundial» de la «globalización de la
indiferencia», «malestar que tenemos que afrontar como cristianos»,
el Papa empieza su Mensaje para la Cuaresma 2015 - titulado «Fortalezcan
sus corazones» (St 5,8) – recordando que el camino cuaresmal «es un
tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y
para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2).
En su Mensaje - fechado en el Vaticano, el 4 de
octubre de 2014 Fiesta de san Francisco de Asís - el Obispo
de Roma, desea que se celebre en toda la Iglesia el próximo 13 de marzo,
que coincide con el segundo aniversario de su elección pontificia, la
iniciativa «24 horas con el Señor», cuyo lema este año es «Dios rico en
misericordia». Y reitera que «Dios no nos pide nada que no nos haya dado
antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó
primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está
interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y
nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le
impide ser indiferente a lo que nos sucede».
TEXTO COMPLETO DEL MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2015 « FORTALEZCAN SUS CORAZONES » (ST 5,8)
«Queridos
hermanos y hermanas:
La
Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y
para cada creyente. Pero sobre todo es un « tiempo de gracia » (2 Co 6,2). Dios
no nos pide nada que no nos haya dado antes: « Nosotros amemos a Dios
porque él nos amó primero » (1 Jn4,19). Él no es indiferente a
nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro
nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le
interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre
que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás
(algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus
sufrimientos, ni las injusticias que padecen … Entonces nuestro corazón cae en
la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes
no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una
dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de
la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como
cristianos.
Cuando
el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las
preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más
urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la
globalización de la indiferencia. La indiferencia hacia el prójimo y
hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por
eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que
levantan su voz y nos despiertan. Dios no es indiferente al mundo, sino que
lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada
hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del
Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta
entre Dios y el hombre, entre el cielo y la
tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta
mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los
sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cfr. Ga
5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la
puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él.
Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada,
aplastada o herida. El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de
renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría
proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1.
« Si un miembro sufre, todos sufren con
él » (1 Co12,26)– La Iglesia
La
caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la
indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo,
con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que
antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo
revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para
llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo
recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los
pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió
que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies
unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado
lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen « parte » con Él (Jn
13,8) y así pueden servir al hombre. La Cuaresma es un tiempo propicio para
dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando
escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en
particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el
cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a
menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo
pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás.
« Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado,
todos se alegran con él » (1 Co12,26). La Iglesia es communio
sanctorumporque en ella participan los santos, pero a su vez porque
es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en
Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de
cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y
en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí
mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos
en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos
a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con
ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su
obra de salvación.
2. « ¿Dónde está tu hermano? » (Gn 4,9) –
Las parroquias y las comunidades
Lo
que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la
vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales
¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo?
¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que
conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos?
¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están
lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta
cerrada? (cfr. Lc16,19-31).
Para
recibir y hacer fructificar plenamente lo
que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en
dos direcciones. En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la
oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de
servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que
encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual
el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante
porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en
solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la
resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia,
la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo
el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa
Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría
en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena
mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «
Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir
trabajando para la Iglesia y para las almas » (Carta254, 14 julio 1897).
También
nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así
como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y
reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para
nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de
dureza de corazón. Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada
a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea,
con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera,
no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos
los hombres.
Esta
misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la
realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede
callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a
cada hombre, hasta los confines de la tierra (cfr. Hch1,8). Así podemos
ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió
y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E,
igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y
para toda la humanidad. Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que
los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras
parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio
del mar de la indiferencia.
3. « Fortalezcan sus corazones
» (St 5,8)– La persona creyente
También
como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos
saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el
sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra
incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber
por esta espiral de horror y de impotencia? En primer lugar,
podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No
olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24
horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también
a nivel diocesano— en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta
necesidad de la oración. En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de
caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas,
gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma
es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un
signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma
humanidad. Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a
la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de
mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos
humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras
posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva
el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos
hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.
Para
superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a
todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del
corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31). Tener
un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien
desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al
tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por
el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los
hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias
pobrezas y lo da todo por el otro.
Por
esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en
esta Cuaresma: « Fac cor nostrum secundum Cor tuum »: « Haz
nuestro corazón semejante al tuyo » (Súplica de las Letanías al Sagrado
Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y
misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo
y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.
Con
este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad
eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que
recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde».
Vaticano, 4 de octubre de 2014 Fiesta de san
Francisco de Asís