40. La
Iglesia, como toda familia, transmite a sus hijos el contenido de su memoria.
¿Cómo hacerlo de manera que nada se pierda y, más bien, todo se profundice cada
vez más en el patrimonio de la fe? Mediante la tradición apostólica, conservada
en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo, tenemos un contacto vivo
con la memoria fundante. Como afirma el Concilio ecuménico Vaticano II, « lo
que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa
y para una fe creciente del Pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su
vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree
»[35].
En
efecto, la fe necesita un ámbito en el que se pueda testimoniar y comunicar, un
ámbito adecuado y proporcionado a lo que se comunica. Para transmitir un
contenido meramente doctrinal, una idea, quizás sería suficiente un libro, o la
reproducción de un mensaje oral. Pero lo que se comunica en la Iglesia, lo que
se transmite en su Tradición viva, es la luz nueva que nace del encuentro con
el Dios vivo, una luz que toca la persona en su centro, en el corazón,
implicando su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a relaciones
vivas en la comunión con Dios y con los otros. Para transmitir esta riqueza hay
un medio particular, que pone en juego a toda la persona, cuerpo, espíritu,
interioridad y relaciones. Este medio son los sacramentos, celebrados en la
liturgia de la Iglesia. En ellos se comunica una memoria encarnada, ligada a
los tiempos y lugares de la vida, asociada a todos los sentidos; implican a la
persona, como miembro de un sujeto vivo, de un tejido de relaciones
comunitarias. Por eso, si bien, por una parte, los sacramentos son sacramentos
de la fe[36],
también se debe decir que la fe tiene una estructura sacramental. El despertar
de la fe pasa por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la vida del
hombre y de la existencia cristiana, en el que lo visible y material está
abierto al misterio de lo eterno.
41. La
transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo. Pudiera
parecer que el bautismo es sólo un modo de simbolizar la confesión de fe, un
acto pedagógico para quien tiene necesidad de imágenes y gestos, pero del que,
en último término, se podría prescindir. Unas palabras de san Pablo, a
propósito del bautismo, nos recuerdan que no es así. Dice él que « por el
bautismo fuimos sepultados en él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo
resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros
andemos en una vida nueva » (Rm 6,4). Mediante el bautismo nos
convertimos en criaturas nuevas y en hijos adoptivos de Dios. El Apóstol afirma
después que el cristiano ha sido entregado a un « modelo de doctrina » (typos
didachés), al que obedece de corazón (cf. Rm6,17). En el
bautismo el hombre recibe también una doctrina que profesar y una forma
concreta de vivir, que implica a toda la persona y la pone en el camino del
bien. Es transferido a un ámbito nuevo, colocado en un nuevo ambiente, con una
forma nueva de actuar en común, en la Iglesia. El bautismo nos recuerda así que
la fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el hombre pueda
realizar contando sólo con sus fuerzas, sino que tiene que ser recibida,
entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios: nadie se bautiza
a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados.
42.
¿Cuáles son los elementos del bautismo que nos introducen en este nuevo «
modelo de doctrina »? Sobre el catecúmeno se invoca, en primer lugar, el nombre
de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se le presenta así desde el
principio un resumen del camino de la fe. El Dios que ha llamado a Abrahán y ha
querido llamarse su Dios, el Dios que ha revelado su nombre a Moisés, el Dios
que, al entregarnos a su Hijo, nos ha revelado plenamente el misterio de su
Nombre, da al bautizado una nueva condición filial. Así se ve claro el sentido
de la acción que se realiza en el bautismo, la inmersión en el agua: el agua es
símbolo de muerte, que nos invita a pasar por la conversión del « yo », para
que pueda abrirse a un « Yo » más grande; y a la vez es símbolo de vida, del seno
del que renacemos para seguir a Cristo en su nueva existencia. De este modo,
mediante la inmersión en el agua, el bautismo nos habla de la estructura
encarnada de la fe. La acción de Cristo nos toca en nuestra realidad personal,
transformándonos radicalmente, haciéndonos hijos adoptivos de Dios, partícipes
de su naturaleza divina; modifica así todas nuestras relaciones, nuestra forma
de estar en el mundo y en el cosmos, abriéndolas a su misma vida de comunión.
Este dinamismo de transformación propio del bautismo nos ayuda a comprender la
importancia que tiene hoy el catecumenado para la nueva evangelización, también
en las sociedades de antiguas raíces cristianas, en las cuales cada vez más
adultos se acercan al sacramento del bautismo. El catecumenado es camino de
preparación para el bautismo, para la transformación de toda la existencia en
Cristo.
Un texto
del profeta Isaías, que ha sido relacionado con el bautismo en la literatura
cristiana antigua, nos puede ayudar a comprender la conexión entre el bautismo
y la fe: « Tendrá su alcázar en un picacho rocoso… con provisión de agua » (Is 33,16)[37].
El bautizado, rescatado del agua de la muerte, puede ponerse en pie sobre el «
picacho rocoso », porque ha encontrado algo consistente donde apoyarse. Así, el
agua de muerte se transforma en agua de vida. El texto griego lo llama
agua pistós, agua « fiel ». El agua del bautismo es fiel porque se
puede confiar en ella, porque su corriente introduce en la dinámica del amor de
Jesús, fuente de seguridad para el camino de nuestra vida.
43. La
estructura del bautismo, su configuración como nuevo nacimiento, en el que
recibimos un nuevo nombre y una nueva vida, nos ayuda a comprender el sentido y
la importancia del bautismo de niños, que ilustra en cierto modo lo que se
verifica en todo bautismo. El niño no es capaz de un acto libre para recibir la
fe, no puede confesarla todavía personalmente y, precisamente por eso, la
confiesan sus padres y padrinos en su nombre. La fe se vive dentro de la
comunidad de la Iglesia, se inscribe en un « nosotros » comunitario. Así, el
niño es sostenido por otros, por sus padres y padrinos, y es acogido en la fe
de ellos, que es la fe de la Iglesia, simbolizada en la luz que el padre
enciende en el cirio durante la liturgia bautismal. Esta estructura del
bautismo destaca la importancia de la sinergia entre la Iglesia y la familia en
la transmisión de la fe. A los padres corresponde, según una sentencia de san
Agustín, no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para que
sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don de la fe[38].
Junto a la vida, les dan así la orientación fundamental de la existencia y la
seguridad de un futuro de bien, orientación que será ulteriormente corroborada
en el sacramento de la confirmación con el sello del Espíritu Santo.
44. La
naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la eucaristía,
que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente
realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida. En
la eucaristía confluyen los dos ejes por los que discurre el camino de la fe.
Por una parte, el eje de la historia: la eucaristía es un acto de memoria,
actualización del misterio, en el cual el pasado, como acontecimiento de muerte
y resurrección, muestra su capacidad de abrir al futuro, de anticipar la
plenitud final. La liturgia nos lo recuerda con suhodie, el « hoy »
de los misterios de la salvación. Por otra parte, confluye en ella también el
eje que lleva del mundo visible al invisible. En la eucaristía aprendemos a ver
la profundidad de la realidad. El pan y el vino se transforman en el Cuerpo y
Sangre de Cristo, que se hace presente en su camino pascual hacia el Padre:
este movimiento nos introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la
creación hacia su plenitud en Dios.
45. En la
celebración de los sacramentos, la Iglesia transmite su memoria, en particular
mediante la profesión de fe. Ésta no consiste sólo en asentir a un conjunto de
verdades abstractas. Antes bien, en la confesión de fe, toda la vida se pone en
camino hacia la comunión plena con el Dios vivo. Podemos decir que en el Credo el
creyente es invitado a entrar en el misterio que profesa y a dejarse
transformar por lo que profesa. Para entender el sentido de esta afirmación,
pensemos antes que nada en el contenido del Credo. Tiene una
estructura trinitaria: el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu de amor. El
creyente afirma así que el centro del ser, el secreto más profundo de todas las
cosas, es la comunión divina. Además, el Credo contiene
también una profesión cristológica: se recorren los misterios de la vida de
Jesús hasta su muerte, resurrección y ascensión al cielo, en la espera de su
venida gloriosa al final de los tiempos. Se dice, por tanto, que este Dios
comunión, intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es capaz
de abrazar la historia del hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión,
que tiene su origen y su meta última en el Padre. Quien confiesa la fe, se ve
implicado en la verdad que confiesa. No puede pronunciar con verdad las
palabras del Credo sin ser transformado, sin inserirse en la
historia de amor que lo abraza, que dilata su ser haciéndolo parte de una
comunión grande, del sujeto último que pronuncia el Credo, que es
la Iglesia. Todas las verdades que se creen proclaman el misterio de la vida
nueva de la fe como camino de comunión con el Dios vivo.
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