47. La
unidad de la Iglesia, en el tiempo y en el espacio, está ligada a la unidad de
la fe: « Un solo cuerpo y un solo espíritu […] una sola fe » (Ef 4,4-5).
Hoy puede parecer posible una unión entre los hombres en una tarea común, en el
compartir los mismos sentimientos o la misma suerte, en una meta común. Pero
resulta muy difícil concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión
de que una unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la
autonomía del sujeto. En cambio, la experiencia del amor nos dice que
precisamente en el amor es posible tener una visión común, que amando
aprendemos a ver la realidad con los ojos del otro, y que eso no nos empobrece,
sino que enriquece nuestra mirada. El amor verdadero, a medida del amor divino,
exige la verdad y, en la mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere
firmeza y profundidad. En esto consiste también el gozo de creer, en la unidad
de visión en un solo cuerpo y en un solo espíritu. En este sentido san León
Magno decía: « Si la fe no es una, no es fe »[40].
¿Cuál es
el secreto de esta unidad? La fe es « una », en primer lugar, por la unidad del
Dios conocido y confesado. Todos los artículos de la fe se refieren a él, son
vías para conocer su ser y su actuar, y por eso forman una unidad superior a
cualquier otra que podamos construir con nuestro pensamiento, la unidad que nos
enriquece, porque se nos comunica y nos hace « uno ».
La fe es
una, además, porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús, a su historia
concreta que comparte con nosotros. San Ireneo de Lyon ha clarificado este
punto contra los herejes gnósticos. Éstos distinguían dos tipos de fe, una fe
ruda, la fe de los simples, imperfecta, que no iba más allá de la carne de
Cristo y de la contemplación de sus misterios; y otro tipo de fe, más profundo
y perfecto, la fe verdadera, reservada a un pequeño círculo de iniciados, que
se eleva con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida, más
allá de la carne de Cristo. Ante este planteamiento, que sigue teniendo su
atractivo y sus defensores también en nuestros días, san Ireneo defiende que la
fe es una sola, porque pasa siempre por el punto concreto de la encarnación,
sin superar nunca la carne y la historia de Cristo, ya que Dios se ha querido
revelar plenamente en ella. Y, por eso, no hay diferencia entre la fe de «
aquel que destaca por su elocuencia » y de « quien es más débil en la palabra »,
entre quien es superior y quien tiene menos capacidad: ni el primero puede
ampliar la fe, ni el segundo reducirla[41].
Por
último, la fe es una porque es compartida por toda la Iglesia, que forma un
solo cuerpo y un solo espíritu. En la comunión del único sujeto que es la
Iglesia, recibimos una mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre
la misma roca, somos transformados por el mismo Espíritu de amor, irradiamos
una única luz y tenemos una única mirada para penetrar la realidad.
48. Dado
que la fe es una sola, debe ser confesada en toda su pureza e integridad.
Precisamente porque todos los artículos de la fe forman una unidad, negar uno
de ellos, aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un daño a la
totalidad. Cada época puede encontrar algunos puntos de la fe más fáciles o
difíciles de aceptar: por eso es importante vigilar para que se transmita todo
el depósito de la fe (cf. 1 Tm 6,20), para que se insista
oportunamente en todos los aspectos de la confesión de fe. En efecto, puesto
que la unidad de la fe es la unidad de la Iglesia, quitar algo a la fe es
quitar algo a la verdad de la comunión. Los Padres han descrito la fe como un
cuerpo, el cuerpo de la verdad, que tiene diversos miembros, en analogía con el
Cuerpo de Cristo y con su prolongación en la Iglesia[42].
La integridad de la fe también se ha relacionado con la imagen de la Iglesia
virgen, con su fidelidad al amor esponsal a Cristo: menoscabar la fe significa
menoscabar la comunión con el Señor[43].
La unidad de la fe es, por tanto, la de un organismo vivo, como bien ha
explicado el beato John Henry Newman, que ponía entre las notas características
para asegurar la continuidad de la doctrina en el tiempo, su capacidad de
asimilar todo lo que encuentra[44],
purificándolo y llevándolo a su mejor expresión. La fe se muestra así
universal, católica, porque su luz crece para iluminar todo el cosmos y toda la
historia.
49. Como
servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la
Iglesia el don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de
la memoria de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en
la fuente pura de la que mana la fe. Como la Iglesia transmite una fe viva, han
de ser personas vivas las que garanticen la conexión con el origen. La fe se
basa en la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el Señor para
esa misión. Por eso, el Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra
originaria sobre la que se basa la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra
que escucha, custodia y expone[45].
En el discurso de despedida a los ancianos de Éfeso en Mileto, recogido por san
Lucas en los Hechos de los Apóstoles, san Pablo afirma haber cumplido el
encargo que el Señor le confió de anunciar « enteramente el plan de Dios » (Hch 20,27).
Gracias al Magisterio de la Iglesia nos puede llegar íntegro este plan y, con
él, la alegría de poder cumplirlo plenamente.
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