LA
IGLESIA, MADRE DE NUESTRA FE
37. Quien
se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no
puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se
transmite también como palabra y luz. El apóstol Pablo, hablando a los
Corintios, usa precisamente estas dos imágenes. Por una parte dice: « Pero
teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: Creí, por
eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos » (2 Co 4,13).
La palabra recibida se convierte en respuesta, confesión y, de este modo,
resuena para los otros, invitándolos a creer. Por otra parte, san Pablo se
refiere también a la luz: « Reflejamos la gloria del Señor y nos vamos
transformando en su imagen » (2 Co 3,18). Es una luz que se refleja
de rostro en rostro, como Moisés reflejaba la gloria de Dios después de haber
hablado con él: « [Dios] ha brillado en nuestros corazones, para que
resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de
Cristo » (2 Co 4,6). La luz de Cristo brilla como en un espejo en
el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo
que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su
luz, igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas
velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona,
como una llama enciende otra llama. Los cristianos, en su pobreza, plantan una
semilla tan fecunda, que se convierte en un gran árbol que es capaz de llenar
el mundo de frutos.
38. La
transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa
también por las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que
la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a
lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y
mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de
Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al «
verdadero Jesús » a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo
aislado, si partiésemos solamente del « yo » individual, que busca en sí mismo
la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por
mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no
es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en
relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el
encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es
relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar
nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las
palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a
través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno
mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo
sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El
pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo
una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo
en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que
nos enseña a hablar el lenguaje de la fe. San Juan, en su Evangelio, ha
insistido en este aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción
del Espíritu Santo que, como dice Jesús, « os irá recordando todo » (Jn14,26).
El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí
todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía
de nuestro camino de fe.
39. Es
imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción
individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación
exclusiva entre el « yo » del fiel y el « Tú » divino, entre un sujeto autónomo
y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al « nosotros », se da siempre dentro
de la comunión de la Iglesia. Nos lo recuerda la forma dialogada del Credo, usada
en la liturgia bautismal. El creer se expresa como respuesta a una invitación,
a una palabra que ha de ser escuchada y que no procede de mí, y por eso forma
parte de un diálogo; no puede ser una mera confesión que nace del individuo. Es
posible responder en primera persona, « creo », sólo porque se forma parte de
una gran comunión, porque también se dice « creemos ». Esta apertura al «
nosotros » eclesial refleja la apertura propia del amor de Dios, que no es sólo
relación entre el Padre y el Hijo, entre el « yo » y el « tú », sino que en el
Espíritu, es también un « nosotros », una comunión de personas. Por eso, quien
cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría
con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su « yo » se
ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida. Tertuliano lo ha
expresado incisivamente, diciendo que el catecúmeno, « tras el nacimiento nuevo
por el bautismo », es recibido en la casa de la Madre para alzar las manos y
rezar, junto a los hermanos, el Padrenuestro, como signo de su pertenencia a
una nueva familia[34].
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