5 de julio de 2013.- (Radio Vaticana
“LUMEN FIDEI” – LA LUZ
DE LA FE (LF) es la
primera encíclica firmada por el Papa Francisco. Dividida en cuatro capítulos, una introducción y una conclusión, la
Carta – explica el Papa – se suma a las encíclicas del Papa Benedicto XVI sobre la caridad y la esperanza y asume
el “valioso trabajo” realizado por el Papa emérito, que ya había “prácticamente
completado” la encíclica sobre la fe. A este “primera redacción” el Santo Padre
Francisco agrega ahora “algunas aportaciones”.
LA
INTRODUCCIÓN (Nº.
1-7) de la LF ilustra los motivos en que se basa el documento: En primer lugar,
recuperar el carácter de luz propio de la fe, capaz de iluminar toda la
existencia del hombre, de ayudarlo a distinguir el bien del mal, sobre todo en
una época como la moderna, en la que el creer se opone al buscar y la fe es
vista como una ilusión, un salto al vacío que impide la libertad del hombre. En
segundo lugar, la LF – justo en el Año de la Fe, 50 años después del Concilio
Vaticano II, un “Concilio sobre la Fe” – quiere reavivar la percepción de la
amplitud de los horizontes que la fe abre para confesarla en la unidad y la
integridad. La fe, de hecho, no es un presupuesto que hay que dar por
descontado, sino un don de Dios que debe ser alimentado y fortalecido. “Quien
cree ve”, escribe el Papa, porque la luz de la fe viene de Dios y es capaz de
iluminar toda la existencia del hombre: procede del pasado, de la memoria de la
vida de Jesús, pero también viene del futuro porque nos abre vastos horizontes.
EL
PRIMER CAPÍTULO (nº
8-22): Hemos creído en el amor (1 Jn 4, 16). En referencia a la figura bíblica
de Abraham, la fe en este capítulo se explica como “escucha” de la Palabra de
Dios, “llamada” a salir del aislamiento de su propio yo , para abrirse a una
nueva vida y “promesa” del futuro, que hace posible la continuidad de nuestro
camino en el tiempo, uniéndose así fuertemente a la esperanza. La fe también se
caracteriza por la “paternidad”, porque el Dios que nos llama no es un Dios
extraño, sino que es Dios Padre, la fuente de bondad que es el origen de todo y
sostiene todo. En la historia de Israel, lo contrario de la fe es la idolatría,
que dispersa al hombre en la multiplicidad de sus deseos y lo “desintegra en
los múltiples instantes de su historia”, negándole la espera del tiempo de la
promesa. Por el contrario, la fe es confiarse al amor misericordioso de Dios,
que siempre acoge y perdona, que endereza “lo torcido de nuestra historia”, es
disponibilidad a dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios “es
un don gratuito de Dios que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse,
para poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la
historia de la salvación.” (n. 14) Y aquí está la “paradoja” de la fe: el
volverse constantemente al Señor hace que el hombre sea estable, y lo aleja de
los ídolos.
La
LF se detiene, después, en la figura de Jesús, el mediador que nos abre a una
verdad más grande que nosotros, una manifestación del amor de Dios que es el
fundamento de la fe “precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús la
fe se refuerza”, porque Él revela su inquebrantable amor por el hombre. También
en cuanto resucitado Cristo es “testigo fiable”, “digno de fe”, a través del
cual Dios actúa realmente en la historia y determina el destino final. Pero hay
“otro aspecto decisivo” de la fe en Jesús: “La participación en su modo de
ver”. La fe, en efecto, no sólo mira a Jesús, sino que también ve desde el
punto de vista de Jesús, con sus ojos. Usando una analogía, el Papa explica
que, como en la vida diaria, confiamos en “la gente que sabe las cosas mejor
que nosotros” – el arquitecto, el farmacéutico, el abogado – también en la fe
necesitamos a alguien que sea fiable y experto en “las cosas de Dios” y Jesús
es “aquel que nos explica a Dios.” Por esta razón, creemos a Jesús cuando
aceptamos su Palabra, y creemos en Jesús cuando lo acogemos en nuestras vidas y
nos confiamos a él. Su encarnación, de hecho, hace que la fe no nos separe de
la realidad, sino que nos permite captar su significado más profundo. Gracias a
la fe, el hombre se salva, porque se abre a un Amor que lo precede y lo
transforma desde su interior. Y esta es la acción propia del Espíritu Santo:
“El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición
filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu” (n. 21).
Fuera de la presencia del Espíritu, es imposible confesar al Señor. Por lo
tanto, “la existencia creyente se convierte en existencia eclesial”, porque la
fe se confiesa dentro del cuerpo de la Iglesia, como “comunión real de los
creyentes.” Los cristianos son “uno” sin perder su individualidad y en el
servicio a los demás cada uno gana su propio ser. Por eso, “la fe no es algo
privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva”, sino que nace
de la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio.
EL
SEGUNDO CAPÍTULO (23-36):
Si no creéis, no comprenderéis (Is 07, 09). El Papa demuestra la estrecha
relación entre fe y verdad, la verdad fiable de Dios, su presencia fiel en la
historia. “La fe, sin verdad, no salva – escribe el Papa – Se queda en una
bella fábula, la proyección de nuestros deseos de felicidad.” Y hoy, debido a
la “crisis de verdad en que nos encontramos”, es más necesario que nunca
subrayar esta conexión, porque la cultura contemporánea tiende a aceptar solo
la verdad tecnológica, lo que el hombre puede construir y medir con la ciencia
y lo que es “verdad porque funciona”, o las verdades del individuo, válidas
solo para uno mismo y no al servicio del bien común. Hoy se mira con recelo la
“verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su
conjunto”, porque se la asocia erróneamente a las verdades exigidas por los
regímenes totalitarios del siglo XX. Esto, sin embargo, implica el “gran olvido
en nuestro mundo contemporáneo”, que – en beneficio del relativismo y temiendo
el fanatismo – olvida la pregunta sobre la verdad, sobre el origen de todo, la
pregunta sobre Dios. La LF subraya el vínculo entre fe y amor, entendido no
como “un sentimiento que va y viene”, sino como el gran amor de Dios que nos
transforma interiormente y nos da nuevos ojos para ver la realidad. Si, pues,
la fe está ligada a la verdad y al amor, entonces “amor y verdad no se pueden
separar”, porque sólo el verdadero amor resiste la prueba del tiempo y se
convierte en fuente de conocimiento. Y puesto que el conocimiento de la fe nace
del amor fiel de Dios, “verdad y fidelidad van juntos”. La verdad que nos abre
la fe es una verdad centrada en el encuentro con el Cristo encarnado, que,
viniendo entre nosotros, nos ha tocado y nos ha dado su gracia, transformando
nuestros corazones.
Aquí
el Papa abre una amplia reflexión sobre el “diálogo entre fe y razón”, sobre la
verdad en el mundo de hoy, donde a menudo viene reducida a la “autenticidad
subjetiva”, porque la verdad común da miedo, se identifica con la imposición
intransigente de los totalitarismo. En cambio, si la verdad es la del amor de
Dios, entonces no se impone con la violencia, no aplasta al individuo. Por esta
razón, la fe no es intransigente, el creyente no es arrogante. Por el
contrario, la verdad vuelve humildes y conduce a la convivencia y el respeto
del otro. De ello se desprende que la fe lleva al diálogo en todos los ámbitos:
en el campo de la ciencia, ya que despierta el sentido crítico y amplía los
horizontes de la razón, invitándonos a mirar con asombro la Creación; en el
encuentro interreligioso, en el que el cristianismo ofrece su contribución; en
el diálogo con los no creyentes que no dejan de buscar, que “intentan vivir
como si Dios existiese”, porque “Dios es luminoso, y se deja encontrar por
aquellos que lo buscan con sincero corazón”. “Quién se pone en camino para
practicar el bien – afirma el Papa – se acerca a Dios”. Por último, la LF habla
de la teología y afirma que es imposible sin la fe, porque Dios no es un mero
“objeto”, sino que es Sujeto que se hace conocer. La teología es participación
del conocimiento que Dios tiene de sí mismo; se desprende que debe ponerse al
servicio de la fe de los cristianos y que el Magisterio de la Iglesia no es un
límite a la libertad teológica, sino un elemento constitutivo porque garantiza
el contacto con la fuente original, con la Palabra de Cristo.
EL
TERCER CAPÍTULO (37-49):
Transmito lo que he recibido (1 Co 15, 03). Todo el capítulo se centra en la
importancia de la evangelización: quien se ha abierto al amor de Dios, no puede
retener este regalo para sí mismo, escribe el Papa: La luz de Jesús resplandece
sobre el rostro de los cristianos y así se difunde, se transmite bajo la forma
del contacto, como una llama que se enciende de la otra, y pasa de generación
en generación, a través de la cadena ininterrumpida de testigos de la fe. Esto
comporta el vínculo entre fe y memoria, porque el amor de Dios mantiene unidos
todos los tiempos y nos hace contemporáneos a Jesús. Por otra parte, se hace
“imposible creer cada uno por su cuenta”, porque la fe no es “una opción individual”,
sino que abre el yo al “nosotros” y se da siempre “dentro de la comunión de la
Iglesia”. Por esta razón, “quien cree nunca está solo”: porque descubre que los
espacios de su “yo” se amplían y generan nuevas relaciones que enriquecen la
vida.
Hay,
sin embargo, un “medio particular” por el que la fe se puede transmitir: son
los Sacramentos, en los que se comunica “una memoria encarnada.” El Papa cita
en primer lugar el Bautismo – tanto de niños como de adultos, en la forma del
catecumenado – que nos recuerda que la fe no es obra del individuo aislado, un
acto que se puede cumplir solos, sino que debe ser recibida, en comunión
eclesial. “Nadie se bautiza a sí mismo”, dice la LF. Además, como el niño que
tiene que ser bautizado no puede profesar la fe él solo, sino que debe ser
apoyado por los padres y por los padrinos, se sigue “la importancia de la
sinergia entre la Iglesia y la familia en la transmisión de la fe.” En segundo
lugar, la Encíclica cita la Eucaristía, “precioso alimento para la fe”, “acto
de memoria, actualización del misterio” y que “conduce del mundo visible al
invisible,” enseñándonos a ver la profundidad de lo real. El Papa recuerda
después la confesión de la fe, el Credo, en el que el creyente no sólo confiesa
la fe, sino que se ve implicado en la verdad que confiesa; la oración, el Padre
Nuestro, con el que el cristiano comienza a ver con los ojos de Cristo; el
Decálogo, entendido no como “un conjunto de preceptos negativos”, sino como “un
conjunto de indicaciones concretas” para entrar en diálogo con Dios, “dejándose
abrazar por su misericordia”, “camino de la gratitud” hacia la plenitud de la
comunión con Dios . Por último, el Papa subraya que la fe es una porque uno es
“el Dios conocido y confesado”, porque se dirige al único Señor, que nos da la
“unidad de visión” y “es compartida por toda la Iglesia, que forma un solo
cuerpo y un solo Espíritu”. Dado, pues, que la fe es una sola, entonces tiene
que ser confesada en toda su pureza e integridad, “la unidad de la fe es la
unidad de la Iglesia”; quitar algo a la fe es quitar algo a la verdad de la
comunión. Además, ya que la unidad de la fe es la de un organismo vivo, puede
asimilar en sí todo lo que encuentra, demostrando ser universal, católica,
capaz de iluminar y llevar a su mejor expresión todo el cosmos y toda la
historia. Esta unidad está garantizada por la sucesión apostólica.
EL
CAPÍTULO CUARTO (n.
50-60): Dios prepara una ciudad para ellos (Hb 11, 16) Este capítulo explica la
relación entre la fe y el bien común, lo que conduce a la formación de un lugar
donde el hombre puede vivir junto con los demás. La fe, que nace del amor de
Dios, hace fuertes los lazos entre los hombres y se pone al servicio concreto
de la justicia, el derecho y la paz. Es por esto que no nos aleja del mundo y
no es ajena al compromiso concreto del hombre contemporáneo. Por el contrario,
sin el amor fiable de Dios, la unidad entre todos los hombres estaría basada
únicamente en la utilidad, el interés o el miedo. La fe, en cambio, capta el
fundamento último de las relaciones humanas, su destino definitivo en Dios, y
las pone al servicio del bien común. La fe “es un bien para todos, un bien
común”, no sirve únicamente para construir el más allá, sino que ayuda a
edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza.
La
encíclica se centra, después, en los ámbitos iluminados por la fe: en primer
lugar, la familia fundada en el matrimonio, entendido como unión estable de un
hombre y una mujer. Nace del reconocimiento y de la aceptación de la bondad de
la diferenciación sexual y, fundada sobre el amor en Cristo, promete “un amor
para siempre” y reconoce el amor creador que lleva a generar hijos. Después los
jóvenes: aquí el Papa cita las Jornadas Mundiales de la Juventud, en las que
los jóvenes muestran “la alegría de la fe” y el compromiso de vivirla de un
modo firme y generoso. “Los jóvenes aspiran a una vida grande – escribe el Papa
-. El encuentro con Cristo da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es
un refugio para personas pusilánimes, sino que ensancha la vida”. Y en todas
las relaciones sociales: haciéndonos hijos de Dios, de hecho, la fe da un nuevo
significado a la fraternidad universal entre los hombres, que no es mera
igualdad, sino la experiencia de la paternidad de Dios, comprensión de la
dignidad única de la persona singular. Otra área es la de la naturaleza: la fe
nos ayuda a respetarla, a “buscar modelos de desarrollo que no se basen
únicamente en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como
un don”; nos enseña a encontrar las formas justas de gobierno, en las que la
autoridad viene de Dios y está al servicio del bien común; nos ofrece la
posibilidad del perdón que lleva a superar los conflictos. “Cuando la fe se
apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con
ella”, escribe el Papa, y si hiciéramos desaparecer la fe en Dios de nuestras
ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros y quedaríamos unidos sólo
por el miedo. Por esta razón no debemos avergonzarnos de confesar públicamente
a Dios, porque la fe ilumina la vida social. Otro ámbito iluminado por la fe es
el del sufrimiento y la muerte: el cristiano sabe que el sufrimiento no puede
ser eliminado, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor,
de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona, y ser así “etapa
de crecimiento en la fe y el amor”. Al hombre que sufre, Dios no le da un
racionamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que
acompaña, que abre un un resquicio de luz en la oscuridad. En este sentido, la
fe está unida a la esperanza. Y aquí el Papa hace un llamamiento: “No nos
dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y
propuestas inmediatas que obstruyen el camino.”
CONCLUSIÓN (N º 58-60): Bienaventurada la
que ha creído (Lc 1, 45) Al final de la LF, el Papa nos invita a mirar a María,
“icono perfecto” de la fe, porque, como Madre de Jesús, ha concebido “fe y
alegría.” A Ella se alza la oración del Papa para que ayude la fe del hombre,
nos recuerde que aquellos que creen nunca están solos, y que nos enseñe a mirar
con los ojos de Jesús.
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