APARECIDA, 24 Jul. 13 / 09:15 am (ACI).-
Venerados
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas
Queridos hermanos y hermanas
¡Qué
alegría venir a la casa de la Madre de todo brasileño, el Santuario de Nuestra
Señora de Aparecida! Al día siguiente de mi elección como Obispo de Roma fui a
la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, con el fin de encomendar a la
Virgen mi ministerio como Sucesor de Pedro. Hoy he querido venir aquí para
pedir a María, nuestra Madre, el éxito de la Jornada Mundial de la Juventud, y
poner a sus pies la vida del pueblo latinoamericano.
Quisiera
ante todo decirles una cosa. En este santuario, donde hace seis años se celebró
la V
Conferencia General del Episcopado de América Latina y el Caribe, ha
ocurrido algo muy hermoso, que he podido constatar personalmente: ver cómo los
obispos —que trabajaban sobre el tema del encuentro con Cristo, el discipulado
y la misión— se sentían alentados, acompañados y en cierto sentido inspirados
por los miles de peregrinos que acudían cada día a confiar su vida a la Virgen:
aquella Conferencia ha sido un gran momento de Iglesia.
Y, en
efecto, puede decirse que el Documento de Aparecida nació precisamente de esta
urdimbre entre el trabajo de los Pastores y la fe sencilla de los peregrinos,
bajo la protección materna de María. La Iglesia, cuando busca a Cristo, llama
siempre a la casa de la Madre y le pide: «Muéstranos a Jesús». De ella se
aprende el verdadero discipulado. He aquí por qué la Iglesia va en misión
siguiendo siempre la estela de María.
Hoy, en
vista de la Jornada Mundial de la Juventud que me ha traído a Brasil, también
yo vengo a llamar a la puerta de la casa de María —que amó a Jesús y lo educó—
para que nos ayude a todos nosotros, Pastores del Pueblo de Dios, padres y
educadores, a transmitir a nuestros jóvenes los valores que los hagan artífices
de una nación y de un mundo más justo, solidario y fraterno. Para ello,
quisiera señalar tres sencillas actitudes: mantener la esperanza, dejarse
sorprender por Dios y vivir con alegría.
1. Mantener
la esperanza. La Segunda Lectura de la Misa presenta una escena dramática:
una mujer —figura de María y de la Iglesia— es perseguida por un dragón —el
diablo— que quiere devorar a su hijo. Pero la escena no es de muerte sino de
vida, porque Dios interviene y pone a salvo al niño (cf. Ap12,13a-16.15-16a).
Cuántas dificultades hay en la vida de cada uno, en nuestra gente, nuestras
comunidades. Pero, por más grandes que parezcan, Dios nunca deja que nos
hundamos.
Ante el
desaliento que podría haber en la vida, en quien trabaja en la evangelización o
en aquellos que se esfuerzan por vivir la fe como padres y madres de familia,
quisiera decirles con fuerza: Tengan siempre en el corazón esta certeza: Dios
camina a su lado, en ningún momento los abandona. Nunca perdamos la esperanza.
Jamás la apaguemos en nuestro corazón. El «dragón», el mal, existe en nuestra
historia, pero no es el más fuerte. El más fuerte es Dios, y Dios es nuestra
esperanza.
Cierto
que hoy en día, todos un poco, y también nuestros jóvenes, sienten la sugestión
de tantos ídolos que se ponen en el lugar de Dios y parecen dar esperanza: el
dinero, el éxito, el poder, el placer. Con frecuencia se abre camino en el
corazón de muchos una sensación de soledad y vacío, y lleva a la búsqueda de
compensaciones, de estos ídolos pasajeros. Queridos hermanos y hermanas, seamos
luces de esperanza. Tengamos una visión positiva de la realidad. Demos aliento
a la generosidad que caracteriza a los jóvenes, ayudémoslos a ser protagonistas
de la construcción de un mundo mejor: son un motor poderoso para la Iglesia y
para la sociedad. Ellos no sólo necesitan cosas.
Necesitan
sobre todo que se les propongan esos valores inmateriales que son el corazón
espiritual de un pueblo, la memoria de un pueblo. Casi los podemos leer en este
santuario, que es parte de la memoria de Brasil: espiritualidad, generosidad,
solidaridad, perseverancia, fraternidad, alegría; son valores que encuentran
sus raíces más profundas en la fe cristiana.
2. La
segunda actitud: dejarse sorprender por Dios. Quien es hombre,
mujer de esperanza —la gran esperanza que nos da la fe— sabe que Dios actúa y
nos sorprende también en medio de las dificultades. Y la historia de este
santuario es un ejemplo: tres pescadores, tras una jornada baldía, sin lograr
pesca en las aguas del Río Parnaíba, encuentran algo inesperado: una imagen de
Nuestra Señora de la Concepción. ¿Quién podría haber imaginado que el lugar de
una pesca infructuosa se convertiría en el lugar donde todos los brasileños
pueden sentirse hijos de la misma Madre?
Dios
nunca deja de sorprender, como con el vino nuevo del Evangelio que acabamos de
escuchar. Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos dejemos
sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas. Confiemos en Dios. Alejados
de él, el vino de la alegría, el vino de la esperanza, se agota. Si nos
acercamos a él, si permanecemos con él, lo que parece agua fría, lo que es
dificultad, lo que es pecado, se transforma en vino nuevo de amistad con él.
3. La
tercera actitud: vivir con alegría. Queridos amigos, si caminamos
en la esperanza, dejándonos sorprender por el vino nuevo que nos ofrece Jesús,
ya hay alegría en nuestro corazón y no podemos dejar de ser testigos de esta
alegría. El cristiano es alegre, nunca triste. Dios nos acompaña. Tenemos una
Madre que intercede siempre por la vida de sus hijos, por nosotros, como la
reina Esther en la Primera Lectura (cf. Est 5,3).
Jesús nos
ha mostrado que el rostro de Dios es el de un Padre que nos ama. El pecado y la
muerte han sido vencidos. El cristiano no puede ser pesimista. No tiene el
aspecto de quien parece estar de luto perpetuo. Si estamos verdaderamente
enamorados de Cristo y sentimos cuánto nos ama, nuestro corazón se «inflamará»
de tanta alegría que contagiará a cuantos viven a nuestro alrededor. Como decía
Benedicto XVI: «El discípulo sabe que sin Cristo
no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro» (Discurso
Inaugural de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Aparecida, 13 de mayo 2007: Insegnamenti III/1
[2007], p. 861).
Queridos
amigos, hemos venido a llamar a la puerta de la casa de María. Ella nos ha
abierto, nos ha hecho entrar y nos muestra a su Hijo. Ahora ella nos pide:
«Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Sí, Madre nuestra, nos
comprometemos a hacer lo que Jesús nos diga. Y lo haremos con esperanza,
confiados en las sorpresas de Dios y llenos de alegría. Que así sea.
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