Servir a la Iglesia, en modo tal que los cristianos
– edificados por nuestro testimonio – no tengan la tentación de estar con Jesús
sin querer estar con los marginados - RV
15/02/2015 10:29
(RV).- Este domingo por la mañana en la basílica de
san Pedro el Papa Francisco preside la concelebración de la misa con los nuevos
cardenales creados por él en el Consistorio del pasado sábado.
En su homilía el Obispo de Roma ha recordado los tres conceptos claves que la Iglesia nos
propone en la liturgia de la palabra de hoy: la compasión de Jesús ante
la marginación y su voluntad de integración. El camino de la Iglesia es
siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración, ha
observado el Papa. En consecuencia - subrayó- la caridad no
puede ser neutra, indiferente, tibia o imparcial.
La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete.
Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita.
A los “queridos nuevos Cardenales”, el Santo Padre ha repetido también
que ésta es la lógica de Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no
sólo acoger e integrar, con valor evangélico, aquellos que llaman a la puerta,
sino ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos, a los lejanos,
manifestándoles gratuitamente aquello que también nosotros hemos recibido
gratuitamente.
¡La disponibilidad total para servir a los demás es
nuestro signo distintivo, es nuestro único título de honor!
(RC-RV)
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
«Señor, si quieres, puedes limpiarme…» Jesús,
sintiendo lástima; extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio»
(cf. Mc 1,40-41). La compasión de Jesús. Ese padecer con que lo acercaba a cada
persona que sufre. Jesús, se da completamente, se involucra en el dolor y la
necesidad de la gente… simplemente, porque Él sabe y quiere padecer con, porque
tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión.
«No podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se
quedaba fuera, en descampado» (Mc 1, 45). Esto significa que, además de curar
al leproso, Jesús ha tomado sobre sí la marginación que la ley de Moisés
imponía (cf. Lv 13,1-2. 45-46). Jesús no tiene miedo del riesgo que supone
asumir el sufrimiento de otro, pero paga el precio con todas las consecuencias
(cf. Is 53,4).
La compasión lleva a Jesús a actuar concretamente:
a reintegrar al marginado. Éstos son los tres conceptos claves que la Iglesia
nos propone hoy en la liturgia de la palabra: la compasión de Jesús ante la
marginación y su voluntad de integración.
Marginación: Moisés, tratando jurídicamente la
cuestión de los leprosos, pide que sean alejados y marginados por la comunidad,
mientras dure su mal, y los declara: «Impuros» (cf. Lv 13,1-2. 45.46).
Imaginen cuánto sufrimiento y cuánta vergüenza
debía sentir un leproso: físicamente, socialmente, psicológicamente y
espiritualmente. No es sólo víctima de una enfermedad, sino que también se
siente culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como «si su
padre le hubiera escupido en la cara» (Nm 12,14).
Además, el leproso infunde miedo, desprecio,
disgusto y por esto viene abandonado por los propios familiares, evitado por
las otras personas, marginado por la sociedad, es más, la misma sociedad lo
expulsa y lo fuerza a vivir en lugares alejados de los sanos, lo excluye. Y
esto hasta el punto de que si un individuo sano se hubiese acercado a un
leproso, habría sido severamente castigado y, muchas veces, tratado, a su vez,
como un leproso.
La finalidad de esa norma de comportamiento era la
de salvar a los sanos, proteger a los justos y, para salvaguardarlos de todo
riesgo, marginar el peligro, tratando sin piedad al contagiado. De aquí, que el
Sumo Sacerdote Caifás exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo, y que
no perezca la nación entera» (Jn 11,50).
Integración: Jesús revoluciona y sacude fuertemente
aquella mentalidad cerrada por el miedo y recluida en los prejuicios. Él, sin
embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a plenitud (cf. Mt 5,
17), declarando, por ejemplo, la ineficacia contraproducente de la ley del
talión; declarando que Dios no se complace en la observancia del Sábado que
desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la mujer pecadora, no la
condena, sino que la salva de la intransigencia de aquellos que estaban ya preparados
para lapidarla sin piedad, pretendiendo aplicar la Ley de Moisés. Jesús
revoluciona también las conciencias en el Discurso de la montaña (cf. Mt 5)
abriendo nuevos horizontes para la humanidad y revelando plenamente la lógica
de Dios. La lógica del amor que no se basa en el miedo sino en la libertad, en
la caridad, en el sano celo y en el deseo salvífico de Dios, Nuestro Salvador,
«que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm
2,4). «Misericordia quiero y no sacrifico» (Mt 12,7; Os 6,6).
Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar al leproso,
ha querido tocar, ha querido reintegrar en la comunidad, sin autolimitarse por
los prejuicios; sin adecuarse a la mentalidad dominante de la gente; sin
preocuparse para nada del contagio. Jesús responde a la súplica del leproso sin
dilación y sin los consabidos aplazamientos para estudiar la situación y todas
sus eventuales consecuencias. Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar
y salvar a los lejanos, curar las heridas de los enfermos, reintegrar a todos
en la familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos.
Jesús no tiene miedo de este tipo de escándalo. Él
no piensa en las personas obtusas que se escandalizan incluso de una curación,
que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus
esquemas mentales o espirituales, a cualquier caricia o ternura que no
corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido
integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn 10).
Son dos lógicas de pensamiento y de fe: el miedo de
perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también nos
encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores
de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada, y
la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y
transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en
anuncio.
Estas dos lógicas recorren toda la historia de la
Iglesia: marginar y reintegrar. San Pablo, dando cumplimiento al mandamiento
del Señor de llevar el anuncio del Evangelio hasta los extremos confines de la
tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó y encontró una fuerte resistencia y una gran
hostilidad sobre todo de parte de aquellos que exigían una incondicional
observancia de la Ley mosaica, incluso a los paganos convertidos. También san
Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando entró en la casa de
Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch 10).
El camino de la Iglesia, desde el concilio de
Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y
de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los peligros o hacer
entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo arrepentido; sanar
con determinación y valor las heridas del pecado; actuar decididamente y no
quedarse mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo. El camino de la
Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de
Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la
Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los
lejanos en las “periferias” de la existencia; es el de adoptar integralmente la
lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No necesitan médico los
sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores a que se conviertan» (Lc 5,31-32).
Curando al leproso, Jesús no hace ningún daño al
que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone a un peligro sino que
le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al hombre, para el cual
Dios ha inspirado la Ley. En efecto, Jesús libra a los sanos de la tentación
del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y del peso de la envidia y de la
murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la jornada y el
calor (cf. Mt 20,1-16).
En consecuencia: la caridad no puede ser neutra,
indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y
compromete. Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y
gratuita (cf. 1Cor 13). La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje
adecuado para comunicar con aquellos que son considerados incurables y, por lo
tanto, intocables. El contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el
lenguaje afectivo, el que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas
curaciones podemos realizar y transmitir aprendiendo este lenguaje! Era un
leproso y se hay convertido en mensajero del amor de Dios. Dice el Evangelio:
«Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho» (Mc
1,45).
Queridos nuevos Cardenales, ésta es la lógica de
Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no sólo acoger y integrar, con valor
evangélico, aquellos que llaman a la puerta, sino ir a buscar, sin prejuicios y
sin miedos, a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello que también
nosotros hemos recibido gratuitamente. «Quien dice que permanece en Él debe
caminar como Él caminó» (1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total para servir a los
demás es nuestro signo distintivo, es nuestro único título de honor!
En esta Eucaristía que nos reúne entorno al altar,
invocamos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, que sufrió en primera
persona la marginación causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el exilio (cf.
Mt 2,13-23), para que nos conceda el ser siervos fieles de Dios. Ella, que es
la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger con ternura a los marginados; a
no tener miedo de la ternura y de la compasión; nos revista de paciencia para
acompañarlos en su camino, sin buscar los resultados del éxito mundano; nos
muestre a Jesús y nos haga caminar como Él.
Queridos hermanos, mirando a Jesús y a nuestra
Madre María, los exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los cristianos
– edificados por nuestro testimonio – no tengan la tentación de estar con Jesús
sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta que nada tiene de
auténticamente eclesial. Los invito a servir a Jesús crucificado en toda
persona marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en cada persona
excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor que está
presente también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados, no viven
la propia fe; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo, que no tiene trabajo,
que es perseguido; al Señor que está en el leproso – de cuerpo o de alma -, que
está discriminado. No descubrimos al Señor, si no acogemos auténticamente al
marginado. Recordemos siempre la imagen de san Francisco que no ha tenido miedo
de abrazar al leproso y de acoger aquellos que sufren cualquier tipo de
marginación. En realidad, sobre el evangelio de los marginados, se descubre y
se revela nuestra credibilidad.
(RC-RV)
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