Lo que sigue es parte de un artículo de Marcella
Serafini, “Dalla devozione mariana di S. Francesco d’Assisi alla dottrina
dell’Immacolata nel B. Giovanni Duns Scoto”, publicado en “Miles Immaculatae”,
Roma XL (2004) 1, pp. 143-147.
EL AFECTO Y LA
DEVOCIÓN POR MARÍA EN SAN FRANCISCO
La Orden franciscana siempre ha tenido unos lazos muy
especiales con la BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, hasta el punto de ser contado
entre las órdenes marianas surgidas en la Edad Media. Origen de estos lazos
profundos es la experiencia espiritual de Francisco, el cual “rodeaba
de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor
de la majestad. En su honor cantaba alabanzas especiales, le dirigía oraciones
y le ofrecía afectos tantos y tales que ninguna lengua humana puede expresar.
Mas, lo que más nos llena de gozo, es que la constituyó Abogada de la Orden y
puso bajo sus alas a los hijos que estaba para dejar, para que encontrasen en
ella calor y protección, hasa el final” (2Cel., 198).
La profunda devoción y piedad mariana del SANTO DE ASÍS es
evidente desde la época de su conversión: Bernardo de Quintavalle, que lo
hospedó algunas veces en su casa, observando su comportamiento, “lo
veía pasar las noches en oración, durmiendo poquísimo y alabando al Señor y a
la gloriosa Virgen su Madre, y pensaba, lleno de admiración: ‘Realmente, este
hombre es un hombre de Dios” (2Cel., 24).
Su amor especial por la Madre del Señor se manifiesta
también en la elección de residir en la Porciúncula, “una iglesita dedicada a la
santísima Virgen: una construcción antigua, pero entonces del todo descuidada y
abandonada. Cuando el hombre de Dios la vió tan abandonada, empujado por su
fervorosa devoción por la Reina del mundo, puso allí su morada, con intención
de repararla. Allí gozaba a menudo de la visita de los Ángeles, como parecía
indicar el nombre de la iglesia misma, llamada desde antiguo Santa María de los
Ángeles. Por eso la eligió como residencia, por su veneración por los ángeles y
su especial amor por la Madre de Cristo” (L.Mayor, II,8).
FRANCISCO amaba de manera particular aquel lugar, lo
amaba “más que todos los demás lugares del mundo. Aquí, en efecto, conoció la
humildad de los comienzos, aquí progresó en las virtudes, aquí alcanzó
felizmente la meta. En el momento de la muerte recomendó este lugar a los
frailes, como el más querido de la Virgen” (Ibid.), “porque
quería que la Orden de los Menores creciera y se desarrollara, bajo la protección
de la Madre de Dios, allí donde, por méritos de ella, había tenido su origen”
(L.Mayor, III,5).
El autor de la vida de S. Clara añade: “Este
es aquel lugar famoso donde dió comienzo el nuevo ejército de los pobres,
guiado por Francisco, de modo que apareció claramente que fue la Madre de la
Misericordia la que dió a luz en su morada a una y otra Orden” (L.
S.Clara, 8).
San Buenaventura resalta la confianza filial de
Francisco para con la Virgen: “Después de Cristo, ponía en ella su
confianza, y por eso la hizo abogada suya y de los suyos” (L.Mayor,
IX,3).
Una característica de MARÍA que llena de gozo a FRANCISCO
y lo hace especialmente devoto de ella es su maternal misericordia; es ella, “la
Madre de la misericordia”, la que obtiene para Francisco la gracia de su
vocación; a ella, “Reina de misericordia”, invita el Santo a dirigirle
oraciones en las dificultades (cf. 3Cel. 106).
Pero, sobre todo, la MISERICORDIA DE MARÍA se manifiesta
con ocasión de la concesión del “Perdón
de Asís”, episodio que marca el triunfo de la misericordia de Dios y de la
atenta intercesión de la Madre.
También en las oraciones de Francisco encontramos
importantes referencias a María; en particular se hace cantor enamorado de la
Virgen componiendo dos plegarias dedicadas a la que le ha llenado el corazón de
infinita dulzura. La primera es una Antífona mariana que exalta a María por la
especialísima relación con la Trinidad e invoca su intercesión:
“Santa Virgen María, no ha nacido en el
mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo y
sumo Rey, Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa
del Espíritu Santo: ruega por nosotros, con san Miguel arcángel y con todas las
virtudes del cielo y con todos los santos, ante su santísimo Hijo amado, Señor
y Maestro”.
La antífona tiene raíces bíblicas, patrísticas y
litúrgicas, pero también refleja las características originales de la
personalidad del Santo.
El afecto y la veneración de Francisco por María se
manifiestan también en el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, himno de
alabanza que exalta la divina maternidad, obra de Dios, Trino y Uno:
“¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de
Dios,
María virgen hecha Iglesia,
elegida por el santísimo Padre del cielo,
consagrada por él con su santísimo Hijo amado
y el Espíritu Santo Defensor,
en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo
bien!
¡Salve, palacio de Dios!
¡Salve, tabernáculo de Dios!
¡Salve, casa suya!
¡Salve, vestidura suya!
¡Salve, esclava suya!
¡Salve, Madre suya!
y ¡salve, todas vosotras, santas virtudes,
que por la gracia e iluminación del Espíritu Santo,
sóis infundidas en los corazones de los fieles,
para hacerlos de infieles, fieles a Dios!”
Francisco contempla con estupor a MARÍA, porque ha
realizado lo que él mismo desea apasionadamente: llevar siempre consigo a
Jesús, convertirse en su digna morada, adorar con reconocimiento el misterio
del Verbo que se hace hombre, engendrarlo en la propia vida y ofrecerlo a los
hermanos.
Escribiendo sus últimas voluntades a Clara, afirma con
sencillez y convicción: “Yo, fray Francisco pequeñuelo, quiero
seguir la vida y pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su
Santísima Madre, y perseverar en ella hasta el final”.
Por eso, para FRANCISCO, MARÍA SANTÍSIMA no es solamente una obra maestra de la
gracia para contemplar, sino, sobre todo, un modelo de fe y un estilo de vida
para imitar; aunque para sus seguidores, los Franciscanos de todos los
tiempos, Jesús y María se convierten en la imagen de la humanidad nueva a la
que los hombres tienen que conformarse para realizar su propia existencia según
el proyecto de Dios, es decir, la voluntad de extender su amor a todas las
criaturas.
La plenitud de este amor, que sale de Dios y a él
regresa, se realiza perfectamente en Jesús, Verbo Encarnado, summum opus Dei;
por ese motivo, Dios creó al hombre a imagen de su Hijo y pensó en la mujer
como “morada” en la que su Hijo se iba a hacer hombre.
FRANCISCO saluda a MARÍA como “virgen hecha Iglesia”, porque ella es la mujer “pensada” desde
toda la eternidad para ser la Madre del Verbo encarnado, el comienzo y la
imagen de la Iglesia, nuevo Israel. Esta mujer resplandece de gracia y belleza,
es la “Señora Santa”, consagrada por el Padre con el Hijo y el Espíritu Santo,
porque en su seno tenía que bajar el Verbo de Dios; de la “santa y gloriosa Virgen María” el Verbo del Padre “recibió la carne de nuestra frágil
humanidad. Él, siendo más rico que nadie, quiso, sin embargo, elegir co su
madre santísima la pobreza”. FRANCISCO, igual que sus frailes, está convencido de que la carne de Cristo
es la carne de María, una carne santa, pura, sin mancha de pecado.
La reflexión sobre la Encarnación del Verbo conduce,
pues, al Santo de Asís y a los teólogos hijos suyos a reconocer el lugar
singular de María en la Historia de la salvación. Ella es la “bendita entre las mujeres”, a la que
ha venido a habitar aquel que ni los cielos pueden contener”, como afirma Clara
en una de sus cartas a Inés de Praga.
Traducción: fr. Tomás Gálvez
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