Además del hambre físico, el hombre lleva en sí otro hambre, un hambre que no puede ser saciado con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y Jesús nos dona este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo. Su Cuerpo es el verdadero alimento en forma de pan; su Sangre es la verdadera bebida en forma de vino. No es un simple alimento; el Cuerpo de Cristo es el pan capaz de dar vida eterna, porque la sustancia de este pan es Amor. Un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse nutrir por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, afirmó Francisco, nos damos cuenta que hay muchas ofertas de alimentos que no provienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solamente aquel que nos da el Señor!
Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿Y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos gustosos, pero en la esclavitud? ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio yo mi alma?
Aprendamos a reconocer el falso pan que ilusiona y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado. Jesús, terminó diciendo el Papa, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos; purifica nuestra memoria para que no quede prisionera en la selectividad egoísta y mundana, sino que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria de tu gesto de amor redentor.
(ER-RV)
Audio de la radio crónica de Radio Vaticano
Palabras del Santo Padre en la homilía:
«El Señor, tu Dios… te dio a comer el maná, ese alimento que ni tú ni tus padres conocían.» (Dt 8,2-3).
Estas palabras del Deuteronomio hicieron referencia a la historia de Israel, que Dios los hizo salir de Egipto, de la condición de esclavos, y por cuarenta años ha guiado en el desierto hacia la tierra prometida. Una vez establecido en la tierra, el pueblo elegido logra una cierta autonomía, un cierto bienestar, y corre el riesgo de olvidarse los tristes acontecimientos del pasado, superadas gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino hecho en el desierto, en el tiempo de la necesidad, de la angustia.
La invitación es aquella de retornar a lo esencial, a la experiencia de la total dependencia de Dios, cuando la sobrevivencia fue confiada a su mano, para que el hombre comprendiera que “no vive sólo de pan, sino… de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8, 3).
Además del hambre física, el hombre lleva en sí otra hambre, un hambre que no puede ser saciada con el alimento ordinario. Es el hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná –como toda la experiencia del éxodo– contenía en sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta hambre profunda que hay en el hombre. Jesús nos dona este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (Cfr. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el cual saciamos nuestros cuerpos, como el maná. El Cuerpo de Cristo es el Pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la sustancia de este pan es Amor.
En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor así grande que nos nutre con Sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar sus propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse nutrir por el Señor y construir la propia existencia no sus bienes materiales, pero sobre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si nos miramos entorno, nos damos cuenta que hay tantos ofrecimientos de alimentos que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. ¡Pero el alimento que nos nutre realmente y que sacia es solamente el que nos da el Señor! El alimento que nos ofrece el Señor es diferente de los otros, y quizás no parece así tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Y así, soñamos otras comidas, como los hebreos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellas comidas las comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva, una memoria esclava, no libre.
Cada uno de nosotros, hoy puede preguntarse, ¿Y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En torno a qué mesa me quiero nutrir? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos gustos, pero en la esclavitud? ¿Cuál es mi memoria? ¿Aquella del Señor que me salva?, ¿O aquella del ajo y de las cebollas de la esclavitud? ¿Con cuál memoria yo sacio mi alma?
El Padre nos dice: “Te he nutrido con maná que tú no conocías”. Recuperemos la memoria. Ésta es la tarea: ¡Recuperemos la memoria!, y aprendamos a reconocer el pan falso que nos ilusiona y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús, realmente presente en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos dona a sí mismo. A Él nos dirigimos con fe: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos, purifica nuestra memoria, para que no quede prisionera en la selectividad egoísta y mundana, pero sea memoria viva de tu presencia por toda la historia de tu pueblo, memoria que se hace “memorial” de tu gesto de amor redentor. Amén
(Traducción del italiano: Griselda Mutual)
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