2016-07-29
«Tuve hambre y me
disteis de comer,
tuve sed y me
disteis de beber,
fui forastero y me
hospedasteis,
estuve desnudo y me
vestisteis,
enfermo y me
visitasteis,
en la cárcel y
vinisteis a verme»
(Mt 25,35-36).
(Mt 25,35-36).
Estas palabras de Jesús responden a la pregunta que
a menudo resuena en nuestra mente y en nuestro corazón: «¿Dónde está Dios?».
¿Dónde está Dios, si en el mundo existe el mal, si hay gente que pasa hambre o
sed, que no tienen hogar, que huyen, que buscan refugio? ¿Dónde está Dios
cuando las personas inocentes mueren a causa de la violencia, el terrorismo,
las guerras? ¿Dónde está Dios, cuando enfermedades terribles rompen los lazos
de la vida y el afecto? ¿O cuando los niños son explotados, humillados, y también
sufren graves patologías? ¿Dónde está Dios, ante la inquietud de los que dudan
y de los que tienen el alma afligida? Hay preguntas para las cuales no hay
respuesta humana. Sólo podemos mirar a Jesús, y preguntarle a él. Y la
respuesta de Jesús es esta: «Dios está en ellos», Jesús está en ellos, sufre en
ellos, profundamente identificado con cada uno. Él está tan unido a ellos, que
forma casi como «un solo cuerpo».
Jesús mismo eligió identificarse con estos hermanos y hermanas que sufren por el dolor y la angustia, aceptando recorrer la vía dolorosa que lleva al calvario. Él, muriendo en la cruz, se entregó en las manos del Padre y, con amor que se entrega, cargó consigo las heridas físicas, morales y espirituales de toda la humanidad. Abrazando el madero de la cruz, Jesús abrazó la desnudez y el hambre, la sed y la soledad, el dolor y la muerte de los hombres y mujeres de todos los tiempos. En esta tarde, Jesús —y nosotros con él— abraza con especial amor a nuestros hermanos sirios, que huyeron de la guerra. Los saludamos y acogemos con amor fraternal y simpatía.
Jesús mismo eligió identificarse con estos hermanos y hermanas que sufren por el dolor y la angustia, aceptando recorrer la vía dolorosa que lleva al calvario. Él, muriendo en la cruz, se entregó en las manos del Padre y, con amor que se entrega, cargó consigo las heridas físicas, morales y espirituales de toda la humanidad. Abrazando el madero de la cruz, Jesús abrazó la desnudez y el hambre, la sed y la soledad, el dolor y la muerte de los hombres y mujeres de todos los tiempos. En esta tarde, Jesús —y nosotros con él— abraza con especial amor a nuestros hermanos sirios, que huyeron de la guerra. Los saludamos y acogemos con amor fraternal y simpatía.
Recorriendo la Via Crucis de Jesús, hemos
descubierto de nuevo la importancia de configurarnos con él mediante las 14
obras de misericordia. Ellas nos ayudan a abrirnos a la misericordia de Dios, a
pedir la gracia de comprender que sin la misericordia no se puede hacer nada,
sin la misericordia yo, tú, todos nosotros, no podemos hacer nada. Veamos
primero las siete obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento;
dar de beber al sediento; vestir al desnudo; acoger al forastero; asistir al
enfermo; visitar a los presos; enterrar a los muertos. Gratis lo hemos
recibido, gratis lo hemos de dar. Estamos llamados a servir a Jesús crucificado
en toda persona marginada, a tocar su carne bendita en quien está excluido,
tiene hambre o sed, está desnudo, preso, enfermo, desempleado, perseguido,
refugiado, emigrante. Allí encontramos a nuestro Dios, allí tocamos al Señor.
Jesús mismo nos lo ha dicho, explicando el «protocolo» por el cual seremos
juzgados: cada vez que hagamos esto con el más pequeño de nuestros hermanos,
lo hacemos con él (cf. Mt 25,31-46).
Después de las obras de misericordia corporales
vienen las espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no
sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar
con paciencia a las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los
difuntos. Nuestra credibilidad como cristianos depende del modo en que acogemos
a los marginados que están heridos en el cuerpo y al pecador herido en el alma.
No en las ideas sino ahí.
Hoy la humanidad necesita hombres y mujeres, y en
especial jóvenes como vosotros, que no quieran vivir sus vidas «a medias»,
jóvenes dispuestos a entregar sus vidas para servir generosamente a los
hermanos más pobres y débiles, a semejanza de Cristo, que se entregó
completamente por nuestra salvación. Ante el mal, el sufrimiento, el pecado, la
única respuesta posible para el discípulo de Jesús es el don de sí mismo,
incluso de la vida, a imitación de Cristo; es la actitud de servicio. Si uno,
que se dice cristiano, no vive para servir, no sirve para vivir. Con su vida
reniega de Jesucristo.
En esta tarde, queridos jóvenes, el Señor os invita
de nuevo a que seáis protagonistas de vuestro servicio; quiere hacer de
vosotros una respuesta concreta a las necesidades y sufrimientos de la
humanidad; quiere que seáis un signo de su amor misericordioso para nuestra
época. Para cumplir esta misión, él os señala la vía del compromiso personal y
del sacrificio de sí mismo: es la vía de la cruz. La vía de la cruz es la vía
de la felicidad de seguir a Cristo hasta el final, en las circunstancias a
menudo dramáticas de la vida cotidiana; es la vía que no teme el fracaso, el
aislamiento o la soledad, porque colma el corazón del hombre de la plenitud de
Cristo. La vía de la cruz es la vía de la vida y del estilo de Dios, que Jesús
manda recorrer a través también de los senderos de una sociedad a veces
dividida, injusta y corrupta.
El camino de la Cruz no es sadomasoquista. El
camino de la Cruz es la única que vence el pecado, el mal y la muerte, porque
desemboca en la luz radiante de la resurrección de Cristo, abriendo el
horizonte a una vida nueva y plena. Es la vía de la esperanza y del futuro.
Quien la recorre con generosidad y fe, da esperanza y futuro a la humanidad.Yo
querría que fueráis sembradores de esperanza.
Queridos jóvenes, en aquel Viernes Santo muchos
discípulos regresaron a sus casas tristes, otros prefirieron ir al campo para
olvidar la cruz. Me pregunto: ¿Cómo deseáis regresar esta noche a vuestras
casas, a vuestros alojamientos? ¿Cómo deseáis volver esta noche a encontraros
con vosotros mismos? El mundo os mira. Corresponde a cada uno de vosotros
responder al desafío de esta pregunta.
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