El lugar es la casa en la que estaban los discípulos al anochecer del
día de la Pascua: de ella se dice sólo que sus puertas estaban cerradas (cf. v.
19). Ocho días más tarde, los discípulos estaban todavía en aquella casa, y sus
puertas también estaban cerradas (cf. v. 26). Jesús entra, se pone en medio y
trae su paz, el Espíritu Santo y el perdón de los pecados: en una palabra, la
misericordia de Dios. En este local cerrado resuena fuerte el mensaje que Jesús
dirige a los suyos: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v.
21).
Jesús envía. Él desea desde el principio que la Iglesia esté de salida,
que vaya al mundo. Y quiere que lo haga tal como él mismo lo ha hecho, como él
ha sido mandado al mundo por el Padre: no como un poderoso, sino en forma de
siervo (cf. Flp 2,7), no «a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45) y llevar la
Buena Nueva (cf. Lc 4,18); también los suyos son enviados así en todos los
tiempos. Llama la atención el contraste: mientras que los discípulos cerraban
las puertas por temor, Jesús los envía a una misión; quiere que abran las
puertas y salgan a propagar el perdón y la paz de Dios con la fuerza del Espíritu
Santo.
Esta llamada es también para nosotros. ¿Cómo no sentir aquí el eco de la
gran exhortación de san Juan Pablo II: «¡Abrid las puertas!»? No obstante, en
nuestra vida como sacerdotes y personas consagradas, se puede tener con
frecuencia la tentación de quedarse un poco encerrados, por miedo o por
comodidad, en nosotros mismos y en nuestros ámbitos. Pero la dirección que
Jesús indica es de sentido único: salir de nosotros mismos. Es un viaje sin
billete de vuelta. Se trata de emprender un éxodo de nuestro yo, de perder la
vida por él (cf. Mc 8,35), siguiendo el camino de la entrega de sí mismo. Por
otro lado, a Jesús no le gustan los recorridos a mitad, las puertas
entreabiertas, las vidas de doble vía. Pide ponerse en camino ligeros, salir
renunciando a las propias
seguridades, anclados únicamente en él.
En otras palabras, la vida de sus discípulos más cercanos, como estamos
llamados a ser, está hecha de amor concreto, es decir, de servicio y
disponibilidad; es una vida en la que no hay espacios cerrados ni propiedad
privada para nuestras propias comodidades. Quien ha optado por configurar toda
su existencia con Jesús ya no elige dónde estar, sino que va allá donde se le
envía, dispuesto a responder a quien lo llama; tampoco dispone de su propio tiempo.
La casa en la que reside no le pertenece, porque la Iglesia y el mundo son los
espacios abiertos de su misión. Su tesoro es poner al Señor en medio de la
vida, sin buscar otra para él. Huye, pues, de las situaciones gratificantes que
lo pondrían en el centro, no se sube a los estrados vacilantes de los poderes
del
mundo y no se adapta a las comodidades que aflojan la evangelización; no
pierde el tiempo en proyectar un futuro seguro y bien remunerado, para evitar
el riesgo convertirse en aislado y sombrío, encerrado entre las paredes
angostas de un egoísmo sin esperanza y sin alegría. Contento con el Señor, no
se conforma con una vida mediocre, sino que tiene un deseo ardiente de ser
testigo y de llegar a los otros; le gusta el riesgo y sale, no forzado por
caminos ya trazados, sino abierto y fiel a las rutas indicadas por el Espíritu:
contrario al «ir tirando», siente el gusto de evangelizar.
En segundo lugar, aparece en el Evangelio de hoy la figura de Tomás, el
único discípulo que se menciona. En su duda y su afán de entender —y también un
poco terco—, este discípulo se nos asemeja un poco, y hasta nos resulta
simpático. Sin saberlo, nos hace un gran regalo: nos acerca a Dios, porque Dios
no se oculta a quien lo busca. Jesús le mostró sus llagas gloriosas, le hizo
tocar con la mano la ternura infinita de Dios, los signos vivos de lo que ha
sufrido por amor a los hombres.
Para nosotros, los discípulos, es muy importante poner nuestra humanidad
en contacto con la carne del Señor, es decir, llevarle a él, con confianza y
total sinceridad, hasta el fondo, lo que somos. Jesús, como dijo a santa
Faustina, se alegra de que hablemos de todo, no se cansa de nuestras vidas, que
ya conoce; espera que la compartamos, incluso que le contemos cada día lo que
nos ha pasado (cf. Diario, 6 septiembre 1937). Así se busca a Dios, con una
oración que sea transparente y no se olvide de confiar y encomendar las
miserias, las dificultades y las resistencias. El corazón de Jesús se conquista
con la apertura sincera, con los corazones que saben reconocer y llorar las
propias debilidades, confiados en que precisamente allí actuará la divina
misericordia.
¿Qué es lo que nos pide Jesús? Quiere corazones verdaderamente
consagrados, que viven del perdón que han recibido de él, para derramarlo con
compasión sobre los hermanos. Jesús busca corazones abiertos y tiernos con los
débiles, nunca duros; corazones dóciles y transparentes, que no disimulen ante
los que tienen la misión en la Iglesia de orientar en el camino. El discípulo no
rechaza hacerse preguntas, tiene la valentía de sentir la duda y de llevarla al
Señor, a los formadores y a los superiores, sin cálculos ni reticencias. El
discípulo fiel lleva a cabo un discernimiento atento y constante, sabiendo que
cada día hay que educar el corazón, a partir de los afectos, para huir de toda
doblez en las actitudes y en la vida.
El apóstol Tomás, al final de su búsqueda apasionada, no sólo ha llegado
a creer en la resurrección, sino que ha encontrado en Jesús lo más importante
de la vida, a su Señor; le dijo: «Señor mío y Dios mío» (v. 28). Nos hará bien
rezar cada día estas palabras espléndidas, para decirle: «Eres mi único bien,
la ruta de mi camino, el corazón de mi vida, mi todo. En el último versículo
que hemos escuchado, se habla, en fin, de un libro: es el Evangelio, en el que
no están escritos muchos otros signos que hizo Jesús (v. 30). Después del gran
signo de su misericordia —podemos pensar—, ya no se ha necesitado añadir nada
más. Pero queda todavía un desafío, queda espacio para los signos que podemos
hacer nosotros, que hemos recibido el Espíritu del amor y estamos llamados a
difundir la misericordia. Se puede decir que el Evangelio, libro vivo de la
misericordia de Dios, que hay que leer y releer continuamente, todavía tiene al
final páginas en blanco: es un libro abierto, que estamos llamados a escribir
con el mismo estilo, es decir, realizando obras de misericordia. Os
pregunto: ¿Cómo están las páginas del libro de cada uno de vosotros? ¿Se
escriben cada día? ¿Están escritas sólo en parte? ¿Están en blanco? Que la
Madre de Dios nos ayude en ello: que ella, que ha acogido plenamente la Palabra
de Dios en su vida (cf. Lc 8,20-21), nos de la gracia de ser escritores vivos
del Evangelio; que nuestra Madre de misericordia nos enseñe a curar
concretamente las llagas de Jesús en nuestros hermanos y hermanas necesitados,
de los cercanos y de los lejanos, del enfermo y del emigrante, porque sirviendo
a quien sufre se honra a la carne de Cristo. Que la Virgen María nos ayude a
entregarnos hasta el final por el bien de los fieles que se nos han confiado y
a sostenernos los unos a los otros, como verdaderos hermanos y hermanas en la
comunión de la Iglesia, nuestra santa Madre.
Queridos hermanos y hermanas, cada uno de nosotros guarda en el corazón
una página personalísima del libro de la misericordia de Dios: es la historia
de nuestra llamada, la voz del amor que atrajo y transformó nuestra vida,
llevándonos a dejar todo por su palabra y a seguirlo (cf. Lc 5,11). Reavivemos
hoy, con gratitud, la memoria de su llamada, más fuerte que toda resistencia y
cansancio. Demos gracias al Señor continuando con la celebración eucarística,
centro de nuestra vida, porque ha entrado en nuestras puertas cerradas con su
misericordia; porque nos da la gracia de seguir escribiendo su Evangelio de
amor.
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