2016-07-30
Queridos jóvenes,
Es bueno estar aquí con ustedes en esta Vigilia de oración. Al terminar
su valiente y conmovedor testimonio, Rand nos pedía algo. Nos decía: «Les pido
encarecidamente que recen por mi amado país». Una historia marcada por la
guerra, el dolor, la pérdida, que finaliza con un pedido: el de la oración. Qué
mejor que empezar nuestra vigilia rezando.
Venimos desde distintas partes del mundo, de continentes, países,
lenguas, culturas, pueblos diferentes. Somos «hijos» de naciones, que quizá
pueden estar enfrentadas luchando por diversos conflictos, o incluso estar en
guerra. Otros venimos de países que pueden estar en «paz», que no tienen
conflictos bélicos, donde muchas de las cosas dolorosas que suceden en el mundo
sólo son parte de las noticias y de la prensa. Pero seamos conscientes de una
realidad: para nosotros, hoy y aquí, provenientes de distintas partes del
mundo, el dolor, la guerra que viven muchos jóvenes, deja de ser anónima, deja
de ser una noticia de prensa, tiene nombre, tiene rostro, tiene historia, tiene
cercanía. Hoy la guerra en Siria, es el dolor y el sufrimiento de tantas
personas, de tantos jóvenes como el valiente Rand, que está aquí entre nosotros
pidiéndonos que recemos por su amado país.
Existen situaciones que nos pueden resultar lejanas hasta que, de alguna
manera, las tocamos. Hay realidades que no comprendemos porque sólo las vemos a
través de una pantalla (del celular o de la computadora). Pero cuando tomamos
contacto con la vida, con esas vidas concretas no ya mediatizadas por las
pantallas, entonces nos pasa algo importante, sentimos la invitación a
involucrarnos: «No más ciudades olvidadas», como dice Rand: ya nunca puede
haber hermanos «rodeados de muerte y homicidios» sintiendo que nadie los va a
ayudar. Queridos amigos, los invito a que juntos recemos por el sufrimiento de
tantas víctimas fruto de la guerra, que recemos por tantas familias de la amada
Siria y de otras partes del mundo, para que de una vez por todas podamos
comprender que nada justifica la sangre de un hermano, que nada es más valioso
que la persona que tenemos al lado. Y en este pedido de oración también quiero
agradecerles a Natalia y a Miguel, porque ustedes también nos han compartido
sus batallas, sus guerras interiores. Nos han mostrado sus luchas y cómo
hicieron para superarlas. Son signo vivo de lo que la misericordia quiere hacer
en nosotros.
Nosotros no vamos a gritar ahora contra nadie, no vamos a pelear, no
queremos destruir. Nosotros no queremos vencer el odio con más odio, vencer la
violencia con más violencia, vencer el terror con más terror. Nosotros hoy
estamos aquí, porque el Señor nos ha convocado. Y nuestra respuesta a este
mundo en guerra tiene un nombre: se llama fraternidad, se llama hermandad, se
llama comunión, se llama familia. Celebremos el venir de culturas diferentes y
nos unimos para rezar. Que nuestra mejor palabra, que nuestro mejor discurso,
sea unirnos en oración. Hagamos un rato de silencio y recemos; pongamos ante el
Señor los testimonios de estos amigos, identifiquémonos con aquellos para
quienes «la familia es un concepto inexistente, y la casa sólo un lugar donde
dormir y comer», o con quienes viven con el miedo de creer que sus errores y
pecados los han dejado definitivamente afuera. Pongamos también las «guerras»
de ustedes, las luchas que cada uno trae consigo, dentro de su corazón, en
presencia de nuestro Dios.
[Silencio]
Mientras rezábamos, me venía la imagen de los Apóstoles el día de
Pentecostés. Una escena que nos puede ayudar a comprender todo lo que Dios
sueña hacer en nuestra vida, en nosotros y con nosotros. Aquel día, los
discípulos estaban encerrados por miedo. Se sentían amenazados por un entorno
que los perseguía, que los arrinconaba en una pequeña habitación, obligándolos
a permanecer quietos y paralizados. El temor se había apoderado de ellos. En
ese contexto, pasó algo espectacular, algo grandioso. Vino el Espíritu Santo y
unas lenguas como de fuego se posaron sobre cada uno, impulsándolos a una
aventura que jamás habrían soñado.
Hemos escuchado tres testimonios, hemos tocado, con nuestros corazones,
sus historias, sus vidas. Hemos visto cómo ellos, al igual que los discípulos,
han vivido momentos similares, han pasado momentos donde se llenaron de miedo,
donde parecía que todo se derrumbaba. El miedo y la angustia que nace de saber
que al salir de casa uno puede no volver a ver a los seres queridos, el miedo a
no sentirse valorado ni querido, el miedo a no tener otra oportunidad. Ellos
nos compartieron la misma experiencia que tuvieron los discípulos, han experimentado
el miedo que sólo conduce a un lugar: al encierro. Y cuando el miedo se
acovacha en el encierro siempre va acompañado por su «hermana gemela»: la
parálisis, sentirnos paralizados. Sentir que en este mundo, en nuestras
ciudades, en nuestras comunidades, no hay ya espacio para crecer, para soñar,
para crear, para mirar horizontes, en definitiva para vivir, es de los peores
males que se nos puede meter en la vida. La parálisis nos va haciendo perder el
encanto de disfrutar del encuentro, de la amistad; el encanto de soñar
juntos, de caminar con otros.
Pero en la vida hay otra parálisis todavía más peligrosa y muchas veces
difícil de identificar; y que nos cuesta mucho descubrir. Me gusta llamarla la
parálisis que nace cuando se confunde «felicidad» con un «sofá/kanapa
(canapé)». Sí, creer que para ser feliz necesitamos un buen sofá/canapé. Un
sofá que nos ayude a estar cómodos, tranquilos, bien seguros. Un sofá —como los
que hay ahora modernos con masajes adormecedores incluidos— que nos garantiza
horas de tranquilidad para trasladarnos al mundo de los videojuegos y pasar
horas frente a la computadora.
Un sofá contra todo tipo de dolores y temores. Un sofá que nos haga
quedarnos en casa encerrados, sin fatigarnos ni preocuparnos. La «sofá-felicidad»,
«kanapa-szczcie», es probablemente la parálisis silenciosa que más nos puede
perjudicar, ya que poco a poco, sin darnos cuenta, nos vamos quedando dormidos,
nos vamos quedando embobados y atontados mientras otros —quizás los más vivos,
pero no los más buenos— deciden el futuro por nosotros. Es cierto, para muchos
es más fácil y beneficioso tener a jóvenes embobados y atontados que confunden
felicidad con un sofá; para muchos eso les resulta más conveniente que tener
jóvenes despiertos, inquietos respondiendo al sueño de Dios y a todas las
aspiraciones del corazón.
Pero la verdad es otra: queridos jóvenes, no vinimos a este mundo a
«vegetar», a pasarla cómodamente, a hacer de la vida un sofá que nos adormezca;
al contrario, hemos venido a otra cosa, a dejar una huella. Es muy triste pasar
por la vida sin dejar una huella. Pero cuando optamos por la comodidad, por
confundir felicidad con consumir, entonces el precio que pagamos es muy, pero
que muy caro: perdemos la libertad.
Ahí está precisamente una gran parálisis, cuando comenzamos a pensar que
felicidad es sinónimo de comodidad, que ser feliz es andar por la vida dormido
o narcotizado, que la única manera de ser feliz es ir como atontado. Es cierto
que la droga hace mal, pero hay muchas otras drogas socialmente aceptadas que
nos terminan volviendo tanto o más esclavos. Unas y otras nos despojan de
nuestro mayor bien: la libertad.
Amigos, Jesús es el Señor del riesgo, del siempre «más allá». Jesús no
es el Señor del confort, de la seguridad y de la comodidad. Para seguir a
Jesús, hay que tener una cuota de valentía, hay que animarse a cambiar el sofá
por un par de zapatos que te ayuden a caminar por caminos nunca soñados y menos
pensados, por caminos que abran nuevos horizontes, capaces de contagiar alegría,
esa alegría que nace del amor de Dios, la alegría que deja en tu corazón cada
gesto, cada actitud de misericordia. Ir por los caminos siguiendo la «locura»
de nuestro Dios que nos enseña a encontrarlo en el hambriento, en el sediento,
en el desnudo, en el enfermo, en el amigo caído en desgracia, en el que está
preso, en el prófugo y el emigrante, en el vecino que está solo. Ir por los
caminos de nuestro Dios que nos invita a ser actores políticos, pensadores,
movilizadores sociales.
Que nos incita a pensar una economía más solidaria. En todos los ámbitos
en los que ustedes se encuentren, ese amor de Dios nos invita llevar la buena
nueva, haciendo de la propia vida un homenaje a él y a los demás.
Podrán decirme: «Padre pero eso no es para todos, sólo es para algunos
elegidos». Sí, y estos elegidos son todos aquellos que estén dispuestos a
compartir su vida con los demás. De la misma manera que el Espíritu Santo
transformó el corazón de los discípulos el día de Pentecostés, lo hizo también
con nuestros amigos que compartieron sus testimonios. Uso tus palabras, Miguel,
vos nos decías que el día que en la Facenda te encomendaron la responsabilidad
de ayudar a que la casa funcionara mejor, ahí comenzaste a entender que Dios
pedía algo de ti. Así comenzó la transformación.
Ese es el secreto, queridos amigos, que todos estamos llamados a
experimentar. Dios espera algo de ti, Dios quiere algo de ti, Dios te espera a
ti. Dios viene a romper nuestras clausuras, viene a abrir las puertas de
nuestras vidas, de nuestras visiones, de nuestras miradas. Dios viene a abrir
todo aquello que te encierra. Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver
que el mundo con vos puede ser distinto. Eso sí, si vos no ponés lo mejor de
vos, el mundo no será distinto.
El tiempo que hoy estamos viviendo, no necesita jóvenes-sofá,
mody-kanapa, sino jóvenes con zapatos; mejor aún, con los botines puestos. Sólo
acepta jugadores titulares en la cancha, no hay espacio para suplentes. El
mundo de hoy les pide que sean protagonistas de la historia porque la vida es
linda siempre y cuando querramos vivirla, siempre y cuando querramos dejar una
huella. La historia hoy nos pide que defendamos nuestra dignidad y no dejemos
que sean otros los que decidan nuestro futuro. El Señor, al igual que en
Pentecostés, quiere realizar uno de los mayores milagros que podamos
experimentar: hacer que tus manos, mis manos, nuestras manos se transformen en
signos de reconciliación, de comunión, de creación. Él quiere tus manos para
seguir construyendo el mundo de hoy. Él quiere construirlo con vos.
Me dirás, Padre, pero yo soy muy limitado, soy pecador, ¿qué puedo
hacer? Cuando el Señor nos llama no piensa en lo que somos, en lo que éramos,
en lo que hemos hecho o de dejado de hacer. Al contrario: él, en ese momento
que nos llama, está mirando todo lo que podríamos dar, todo el amor que somos
capaces de contagiar. Su apuesta siempre es al futuro, al mañana. Jesús te
proyecta al horizonte. Por eso, amigos, hoy Jesús te invita, te llama a dejar
tu huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu historia
y la historia de tantos.
La vida de hoy nos dice que es mucho más fácil fijar la atención en lo
que nos divide, en lo que nos separa. Pretenden hacernos creer que encerrarnos
es la mejor manera para protegernos de lo que nos hace mal. Hoy los adultos
necesitamos de ustedes, que nos enseñen a convivir en la diversidad, en el
diálogo, en compartir la multiculturalidad, no como una amenaza sino, como una
oportunidad: tengan valentía para enseñarnos que es más fácil construir puentes
que levantar muros.
Y todos juntos pidamos que nos exijan transitar por los caminos de la
fraternidad. Construir puentes: ¿Saben cuál es el primer puente a construir? Un
puente que podemos realizarlo aquí y ahora: estrecharnos la mano, darnos la
mano. Anímense, hagan ahora, aquí, ese puente primordial, y dénse la mano. Es
el gran puente fraterno, y ojalá aprendan a hacerlo los grandes de este
mundo... pero no para la fotografía, sino para seguir construyendo puentes más
y más grandes. Que éste puente humano sea semilla de tantos otros; será una
huella.
Hoy Jesús, que es el camino, te llama a dejar tu huella en la historia.
Él, que es la vida, te invita a dejar una huella que llene de vida tu historia
y la de tantos otros. Él, que es la verdad, te invita a desandar los caminos
del desencuentro, la división y el sinsentido. ¿Te animas? ¿Qué responden tus
manos y tus pies al Señor, que es camino, verdad y vida?
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