11/11/2015 09:51
(Radio Vaticana).- La familia reunida en torno a la
mesa doméstica, donde se comparte no solo la comida, sino también los
afectos, los acontecimientos alegres y también los tristes, es el símbolo más
evidente de que en la vida familiar aprendemos desde pequeños la convivialidad,
bellísima virtud que nos enseña a compartir, con alegría, los bienes de la
vida.
Una familia que no come unida y no dialoga mientras
come es una familia poco familiar. En la Catequesis del 11 de noviembre de
2015 Francisco afirmó que la virtud de la convivialidad “constituye una
experiencia fundamental en la vida de cada persona y es un termómetro seguro
para medir la salud de las relaciones familiares. Una familia que no come unida
o que mientras lo hace no dialoga es una familia “poco familiar”.” jesuita
Guillermo Ortiz
TEXTO COMPLETO
(RADIO VATICANA).- Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy
reflexionaremos sobre una cualidad característica de la vida familiar que se
aprende desde los primeros años de vida: la convivialidad, es decir, la actitud
de compartir los bienes de la vida y ser felices de poderlo hacer. ¡Pero
compartir y saber compartir es una virtud preciosa! Su símbolo, su “ícono”, es
la familia reunida alrededor de la mesa doméstica. El compartir los alimentos –
y por lo tanto, además de los alimentos, también los afectos, los cuentos, los
eventos…
- es una experiencia fundamental. Cuando hay una fiesta, un
cumpleaños, un aniversario, nos reunimos alrededor de la mesa. En algunas
culturas es habitual hacerlo también por el luto, para estar cercanos de quien
se encuentra en el dolor por la pérdida de un familiar.
La
convivialidad es un termómetro seguro para medir la salud de las relaciones: si
en la familia hay algo que no está bien, o alguna herida escondida, en la mesa
se percibe enseguida. Una familia que no come casi nunca juntos, o en cuya mesa
no se habla pero se ve la televisión, o el smartphone, es una familia “poco
familia”. Cuando los hijos en la mesa están pegados a la computadora, al móvil,
y no se escuchan entre ellos, esto no es familia, es un jubilado.
El
Cristianismo tiene una especial vocación por la convivialidad, todos lo saben.
El Señor Jesús enseñaba frecuentemente en la mesa, y representaba algunas veces
el Reino de Dios como un banquete gozoso. Jesús escogió la comida también para
entregar a sus discípulos su testamento espiritual – lo hizo en la cena – condensado
en el gesto memorial de su Sacrificio: donación de su Cuerpo y de su Sangre
como Alimento y Bebida de salvación, que nutren el amor verdadero y duradero.
En
esta perspectiva, podemos bien decir que la familia es “de casa” a la Misa,
propio porque lleva a la Eucaristía la propia experiencia de convivencia y la
abre a la gracia de una convivialidad universal, del amor de Dios por el mundo.
Participando en la Eucaristía, la familia es purificada de la tentación de
cerrarse en sí misma, fortalecida en el amor y en la fidelidad, y extiende los
confines de su propia fraternidad según el corazón de Cristo.
En
nuestro tiempo, marcado por tantas cerrazones y tantos muros, la convivialidad,
generada por la familia y dilatada en la Eucaristía, se convierte en una oportunidad
crucial. La Eucaristía y la familia nutridas por ella pueden vencer las
cerrazones y construir puentes de acogida y de caridad. Sí, la Eucaristía de
una Iglesia de familias, capaces de restituir a la comunidad la levadura
dinámica de la convivialidad y de hospitalidad recíproca, es una ¡escuela de
inclusión humana que no teme confrontaciones! No existen pequeños, huérfanos,
débiles, indefensos, heridos y desilusionados, desesperados y abandonados, que
la convivialidad eucarística de las familias no pueda nutrir, restaurar,
proteger y hospedar.
La
memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros mismos hemos
conocido, y todavía conocemos, que milagros pueden suceder cuando una madre
tiene una mirada de atención, servicio y cuidado por los hijos ajenos, además
de los propios. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá para todos los niños del patio! Y
además: sabemos bien la fuerza que adquiere un pueblo cuyos padres están
preparados para movilizarse para proteger a sus hijos de todos, porque consideran
a los hijos un bien indivisible, que son felices y orgullosos de proteger.
Hoy
muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivialidad familiar. Es
verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar el modo de recuperarla; en la mesa
se habla, en la mesa se escucha. Nada de silencio, ese silencio que no es el
silencio de las religiosas, es el silencio del egoísmo: cada uno tiene lo suyo,
o la televisión o el ordenador… y no se habla. No, nada de silencio. Recuperar
esta convivialidad familiar aunque sea adaptándola a los tiempos. La
convivialidad parece que se ha convertido en una cosa que se compra y se vende,
pero así es otra cosa. Y la nutrición no es siempre el símbolo de un justo
compartir de los bienes, capaz de alcanzar a quien no tiene ni pan ni afectos.
En los Países ricos somos estimulados a gastar en una nutrición excesiva, y
luego lo hacemos de nuevo para remediar el exceso. Y este “negocio” insensato
desvía nuestra atención del hambre verdadera, del cuerpo y del alma. Cuando no
hay convivialidad hay egoísmo, cada uno piensa en sí mismo. Es tanto así, que
la publicidad la ha reducido a un deseo de galletas y dulces. Mientras tanto,
muchos hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa. ¡Es un poco vergonzoso!
¿No?
Miremos
el misterio del Banquete eucarístico. El Señor entrega su Cuerpo y derrama su
Sangre por todos. De verdad no existe división que pueda resistir a este
Sacrificio de comunión; solo la actitud de falsedad, de complicidad con el mal
puede excluir de ello. Cualquier otra distancia no puede resistir a la potencia
indefensa de este pan partido y de este vino derramado, Sacramento del único
Cuerpo del Señor. La alianza viva y vital de las familias cristianas, que
precede, sostiene y abraza en el dinamismo de su hospitalidad las fatigas y las
alegrías cotidianas, coopera con la gracia de la Eucaristía, que es capaz de
crear comunión siempre nueva con la fuerza que incluye y que salva.
La
familia cristiana mostrará así, la amplitud de su verdadero horizonte, que es
el horizonte de la Iglesia Madre de todos los hombres, de todos los abandonados
y de los excluidos, en todos los pueblos. Oremos para que esta convivialidad
familiar pueda crecer y madurar en el tiempo de gracia del próximo Jubileo de
la Misericordia. Gracias.
(Traducción
del italiano, Renato Martinez - Radio Vaticano)
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