12.
A partir
de esta participación en el modo de ver de Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado
en sus escritos una descripción de la existencia creyente. El que cree,
aceptando el don de la fe, es transformado en una creatura nueva, recibe un
nuevo ser, un ser filial que se hace hijo en el Hijo. « Abbá, Padre », es la
palabra más característica de la experiencia de Jesús, que se convierte en el
núcleo de la experiencia cristiana (cf. Rm 8,15). La vida en
la fe, en cuanto existencia filial, consiste en reconocer el don originario y
radical, que está a la base de la existencia del hombre, y puede resumirse en
la frase de san Pablo a los Corintios: « ¿Tienes algo que no hayas recibido? »
(1 Co 4,7). Precisamente en este punto se sitúa el corazón de la
polémica de san Pablo con los fariseos, la discusión sobre la salvación
mediante la fe o mediante las obras de la ley. Lo que san Pablo rechaza es la
actitud de quien pretende justificarse a sí mismo ante Dios mediante sus
propias obras. Éste, aunque obedezca a los mandamientos, aunque haga obras
buenas, se pone a sí mismo en el centro, y no reconoce que el origen de la
bondad es Dios. Quien obra así, quien quiere ser fuente de su propia justicia,
ve cómo pronto se le agota y se da cuenta de que ni siquiera puede mantenerse
fiel a la ley. Se cierra, aislándose del Señor y de los otros, y por eso mismo su
vida se vuelve vana, sus obras estériles, como árbol lejos del agua. San
Agustín lo expresa así con su lenguaje conciso y eficaz: « Ab eo qui
fecit te noli deficere nec ad te », de aquel que te ha hecho, no te
alejes ni siquiera para ir a ti[15].
Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios, se encontrará a sí mismo, su
existencia fracasa (cf. Lc 15,11-24). La salvación comienza
con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida
y protege la existencia. Sólo abriéndonos a este origen y reconociéndolo, es
posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y haga
fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante la fe consiste
en reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san Pablo: « En
efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de
vosotros: es don de Dios » (Ef 2,8s).
13.
La nueva
lógica de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él
la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde
dentro, que obra en nosotros y con nosotros. Así aparece con claridad en la
exégesis que el Apóstol de los gentiles hace de un texto del Deuteronomio,
interpretación que se inserta en la dinámica más profunda del Antiguo
Testamento. Moisés dice al pueblo que el mandamiento de Dios no es demasiado
alto ni está demasiado alejado del hombre. No se debe decir: « ¿Quién de
nosotros subirá al cielo y nos lo traerá? » o « ¿Quién de nosotros cruzará el
mar y nos lo traerá? » (cf. Dt 30,11-14). Pablo interpreta
esta cercanía de la palabra de Dios como referida a la presencia de Cristo en el
cristiano: « No digas en tu corazón: “¿Quién subirá al cielo?”, es decir, para
hacer bajar a Cristo. O “¿quién bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir
a Cristo de entre los muertos » (Rm 10,6-7). Cristo ha bajado a la
tierra y ha resucitado de entre los muertos; con su encarnación y resurrección,
el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros
corazones mediante el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy
cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que nos
transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que
ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano.
14.
Así
podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por
el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece,
su existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar:
« No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí » (Ga 2,20), y
exhortar: « Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones » (Ef 3,17).
En la fe, el « yo » del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para
vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la
acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús,
sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor,
que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de
Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo
infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible
confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12,3).
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