32. La fe
cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor total de Dios y abre a la
fuerza de este amor, llega al centro más profundo de la experiencia del hombre,
que viene a la luz gracias al amor, y está llamado a amar para permanecer en la
luz. Con el deseo de iluminar toda la realidad a partir del amor de Dios
manifestado en Jesús, e intentando amar con ese mismo amor, los primeros
cristianos encontraron en el mundo griego, en su afán de verdad, un referente
adecuado para el diálogo. El encuentro del mensaje evangélico con el
pensamiento filosófico de la antigüedad fue un momento decisivo para que el
Evangelio llegase a todos los pueblos, y favoreció una fecunda interacción
entre la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos
hasta nuestros días. El beato Juan Pablo II, en su Carta encíclica Fides et ratio, ha mostrado cómo la fe y
la razón se refuerzan mutuamente[27].
Cuando encontramos la luz plena del amor de Jesús, nos damos cuenta de que en
cualquier amor nuestro hay ya un tenue reflejo de aquella luz y percibimos cuál
es su meta última. Y, al mismo tiempo, el hecho de que en nuestros amores haya
una luz nos ayuda a ver el camino del amor hasta la donación plena y total del
Hijo de Dios por nosotros. En este movimiento circular, la luz de la fe ilumina
todas nuestras relaciones humanas, que pueden ser vividas en unión con el amor
y la ternura de Cristo.
33. En la
vida de san Agustín encontramos un ejemplo significativo de este camino en el
que la búsqueda de la razón, con su deseo de verdad y claridad, se ha integrado
en el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva inteligencia. Por una
parte, san Agustín acepta la filosofía griega de la luz con su insistencia en
la visión. Su encuentro con el neoplatonismo le había permitido conocer el
paradigma de la luz, que desciende de lo alto para iluminar las cosas, y
constituye así un símbolo de Dios. De este modo, san Agustín comprendió la
trascendencia divina, y descubrió que todas las cosas tienen en sí una
transparencia que pueden reflejar la bondad de Dios, el Bien. Así se desprendió
del maniqueísmo en que estaba instalado y que le llevaba a pensar que el mal y
el bien luchan continuamente entre sí, confundiéndose y mezclándose sin
contornos claros. Comprender que Dios es luz dio a su existencia una nueva
orientación, le permitió reconocer el mal que había cometido y volverse al
bien.
Por otra
parte, en la experiencia concreta de san Agustín, tal como él mismo cuenta en
sus Confesiones, el momento decisivo de su camino de fe no fue
una visión de Dios más allá de este mundo, sino más bien una escucha, cuando en
el jardín oyó una voz que le decía: « Toma y lee »; tomó el volumen de las
Cartas de san Pablo y se detuvo en el capítulo decimotercero de la Carta a los
Romanos[28].
Hacía acto de presencia así el Dios personal de la Biblia, capaz de comunicarse
con el hombre, de bajar a vivir con él y de acompañarlo en el camino de la
historia, manifestándose en el tiempo de la escucha y la respuesta.
De todas
formas, este encuentro con el Dios de la Palabra no hizo que san Agustín
prescindiese de la luz y la visión. Integró ambas perspectivas, guiado siempre
por la revelación del amor de Dios en Jesús. Y así, elaboró una filosofía de la
luz que integra la reciprocidad propia de la palabra y da espacio a la libertad
de la mirada frente a la luz. Igual que la palabra requiere una respuesta
libre, así la luz tiene como respuesta una imagen que la refleja. San Agustín,
asociando escucha y visión, puede hablar entonces de la « palabra que
resplandece dentro del hombre »[29].
De este modo, la luz se convierte, por así decirlo, en la luz de una palabra,
porque es la luz de un Rostro personal, una luz que, alumbrándonos, nos llama y
quiere reflejarse en nuestro rostro para resplandecer desde dentro de nosotros
mismos. Por otra parte, el deseo de la visión global, y no sólo de los
fragmentos de la historia, sigue presente y se cumplirá al final, cuando el
hombre, como dice el Santo de Hipona, verá y amará[30].
Y esto, no porque sea capaz de tener toda la luz, que será siempre inabarcable,
sino porque entrará por completo en la luz.
34. La
luz del amor, propia de la fe, puede iluminar los interrogantes de nuestro
tiempo en cuanto a la verdad. A menudo la verdad queda hoy reducida a la
autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una
verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición
intransigente de los totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del amor, si
es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los
otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito privado para formar parte
del bien común. La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta
a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de
cada hombre. Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en
la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario,
la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le
abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos
pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos.
Por otra
parte, la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo
material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es
una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la
materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de
armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se
beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la
realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en
cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la
ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse
ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para
iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia.
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