LA FE DE
ISRAEL
12.
En el
libro del Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de
Abrahán. La fe nace de nuevo de un don originario: Israel se abre a la
intervención de Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es la llamada a
un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida.
El amor divino se describe con los rasgos de un padre que lleva de la mano a su
hijo por el camino (cf. Dt 1,31). La confesión de fe de Israel
se formula como narración de los beneficios de Dios, de su intervención para
liberar y guiar al pueblo (cf. Dt 26,5-11), narración que el
pueblo transmite de generación en generación. Para Israel, la luz de Dios
brilla a través de la memoria de las obras realizadas por el Señor, conmemoradas
y confesadas en el culto, transmitidas de padres a hijos. Aprendemos así que la
luz de la fe está vinculada al relato concreto de la vida, al recuerdo
agradecido de los beneficios de Dios y al cumplimiento progresivo de sus
promesas. La arquitectura gótica lo ha expresado muy bien: en las grandes
catedrales, la luz llega del cielo a través de las vidrieras en las que está
representada la historia sagrada. La luz de Dios nos llega a través de la
narración de su revelación y, de este modo, puede iluminar nuestro camino en el
tiempo, recordando los beneficios divinos, mostrando cómo se cumplen sus
promesas.
13.
Por otro
lado, la historia de Israel también nos permite ver cómo el pueblo ha caído
tantas veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo contrario de la fe se
manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el
pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo
de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión
inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente
de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse
personalmente y en el momento oportuno. Martin Buber citaba esta definición de
idolatría del rabino de Kock: se da idolatría cuando « un rostro se dirige
reverentemente a un rostro que no es un rostro »[10].
En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede
mirar, cuyo origen es conocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo,
no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades, porque
los ídolos « tienen boca y no hablan » (Sal 115,5). Vemos entonces
que el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la
realidad, adorando la obra de las propias manos. Perdida la orientación
fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la
multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se
desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la idolatría es
siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no
presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna
parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve
obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: « Fíate de mí ».
La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es
separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro
personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge
y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en
su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la
disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios.
He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un
camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario