12.
« Abrahán
[…] saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría » (Jn 8,56).
Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada ya a él; en
cierto sentido, era una visión anticipada de su misterio. Así lo entiende san
Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la fe, pero no la fe en
el Cristo ya venido, sino la fe en el Cristo que había de venir, una fe en
tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús[13].
La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y
Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf.Rm 10,9). Todas las
líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a
todas las promesas, el fundamento de nuestro « amén » último a Dios (cf. 2
Co 1,20). La historia de Jesús es la manifestación plena de la
fiabilidad de Dios. Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios,
que constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la
vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la
manifestación suprema de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige
en Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2).
No hay garantía más grande que Dios nos pueda dar para asegurarnos su amor,
como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39). La fe cristiana es,
por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de
transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el amor que Dios
nos tiene y hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe
reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que
se asienta la realidad y su destino último.
13.
La mayor
prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los
hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor
(cf. Jn 15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también
por los que eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los
evangelistas han situado en la hora de la cruz el momento culminante de la
mirada de fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y
amplitud. San Juan introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la
Madre de Jesús, contempla al que habían atravesado (cf. Jn 19,37):
« El que lo vio da testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe que dice
la verdad, para que también vosotros creáis » (Jn 19,35). F. M.
Dostoievski, en su obra El idiota, hace decir al protagonista,
el príncipe Myskin, a la vista del cuadro de Cristo muerto en el sepulcro, obra
de Hans Holbein el Joven: « Un cuadro así podría incluso hacer perder la fe a
alguno »[14].
En efecto, el cuadro representa con crudeza los efectos devastadores de la
muerte en el cuerpo de Cristo. Y, sin embargo, precisamente en la contemplación
de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente,
cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de
llegar hasta la muerte para salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a
la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence
cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo.
14.
Ahora bien,
la muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de
la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe
(cf. Ap 1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para
nuestra fe. « Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido », dice
san Pablo (1 Co 15,17). Si el amor del Padre no hubiese resucitado
a Jesús de entre los muertos, si no hubiese podido devolver la vida a su
cuerpo, no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar también las
tinieblas de la muerte. Cuando san Pablo habla de su nueva vida en Cristo, se
refiere a la « fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí » (Ga 2,20).
Esta « fe del Hijo de Dios » es ciertamente la fe del Apóstol de los gentiles
en Jesús, pero supone la fiabilidad de Jesús, que se funda, sí, en su amor
hasta la muerte, pero también en ser Hijo de Dios. Precisamente porque Jesús es
el Hijo, porque está radicado de modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a
la muerte y hacer resplandecer plenamente la vida. Nuestra cultura ha perdido
la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo.
Pensamos que Dios sólo se encuentra más allá, en otro nivel de realidad,
separado de nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese, si Dios fuese
incapaz de intervenir en el mundo, su amor no sería verdaderamente poderoso,
verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera verdadero amor, capaz de
cumplir esa felicidad que promete. En tal caso, creer o no creer en él sería
totalmente indiferente. Los cristianos, en cambio, confiesan el amor concreto y
eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino
final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión,
muerte y resurrección de Cristo.
15.
La
plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe,
Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de
Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo
mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es
una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en
otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en
el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la
medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos
necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios.
Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18).
La vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación
con él— abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos
entrar. La importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda
reflejada en los diversos usos que hace san Juan del verbo credere.
Junto a « creer que » es verdad lo que Jesús nos dice (cf.Jn 14,10;
20,31), san Juan usa también las locuciones « creer a » Jesús y « creer en »
Jesús. « Creemos a » Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque
él es veraz (cf. Jn 6,30). « Creemos en » Jesús cuando lo
acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él
mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino (cf. Jn 2,11;
6,47; 12,44).
Para que pudiésemos conocerlo,
acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión
del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un
recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su
resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha
entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de
Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su
significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta
incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con
mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra.
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