29.
Precisamente porque el conocimiento de la fe está ligado a la alianza de un
Dios fiel, que establece una relación de amor con el hombre y le dirige la
Palabra, es presentado por la Biblia como escucha, y es asociado al sentido del
oído. San Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho clásica: fides ex
auditu, « la fe nace del mensaje que se escucha » (Rm 10,17).
El conocimiento asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz, la
acoge en libertad y la sigue en obediencia. Por eso san Pablo habla de la «
obediencia de la fe » (cf. Rm 1,5; 16,26)[23].
La fe es, además, un conocimiento vinculado al transcurrir del tiempo,
necesario para que la palabra se pronuncie: es un conocimiento que se aprende
sólo en un camino de seguimiento. La escucha ayuda a representar bien el nexo
entre conocimiento y amor.
Por lo
que se refiere al conocimiento de la verdad, la escucha se ha contrapuesto a
veces a la visión, que sería más propia de la cultura griega. La luz, si por
una parte posibilita la contemplación de la totalidad, a la que el hombre
siempre ha aspirado, por otra parece quitar espacio a la libertad, porque
desciende del cielo y llega directamente a los ojos, sin esperar a que el ojo
responda. Además, sería como una invitación a una contemplación extática,
separada del tiempo concreto en que el hombre goza y padece. Según esta
perspectiva, el acercamiento bíblico al conocimiento estaría opuesto al griego,
que buscando una comprensión completa de la realidad, ha vinculado el
conocimiento a la visión.
Sin
embargo, esta supuesta oposición no se corresponde con el dato bíblico. El
Antiguo Testamento ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la
escucha de la Palabra de Dios se une el deseo de ver su rostro. De este modo,
se pudo entrar en diálogo con la cultura helenística, diálogo que pertenece al
corazón de la Escritura. El oído posibilita la llamada personal y la
obediencia, y también, que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la
visión completa de todo el recorrido y nos permite situarnos en el gran
proyecto de Dios; sin esa visión, tendríamos solamente fragmentos aislados de
un todo desconocido.
30. La
conexión entre el ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe, aparece
con toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto Evangelio, creer
es escuchar y, al mismo tiempo, ver. La escucha de la fe tiene las mismas
características que el conocimiento propio del amor: es una escucha personal,
que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5);
una escucha que requiere seguimiento, como en el caso de los primeros
discípulos, que « oyeron sus palabras y siguieron a Jesús » (Jn 1,37).
Por otra parte, la fe está unida también a la visión. A veces, la visión de los
signos de Jesús precede a la fe, como en el caso de aquellos judíos que, tras
la resurrección de Lázaro, « al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él »
(Jn 11,45). Otras veces, la fe lleva a una visión más profunda: «
Si crees, verás la gloria de Dios » (Jn 11,40). Al final, creer y
ver están entrelazados: « El que cree en mí […] cree en el que me ha enviado. Y
el que me ve a mí, ve al que me ha enviado » (Jn 12,44-45). Gracias
a la unión con la escucha, el ver también forma parte del seguimiento de Jesús,
y la fe se presenta como un camino de la mirada, en el que los ojos se
acostumbran a ver en profundidad. Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan
que, todavía en la oscuridad, ante el sepulcro vacío, « vio y creyó » (Jn 20,8),
a María Magdalena que ve, ahora sí, a Jesús (cf. Jn 20,14) y
quiere retenerlo, pero se le pide que lo contemple en su camino hacia el Padre,
hasta llegar a la plena confesión de la misma Magdalena ante los discípulos: «
He visto al Señor » (Jn 20,18).
¿Cómo se
llega a esta síntesis entre el oír y el ver? Lo hace posible la persona
concreta de Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya
gloria hemos contemplado (cf. Jn 1,14). La luz de la fe es la
de un Rostro en el que se ve al Padre. En efecto, en el cuarto Evangelio, la
verdad que percibe la fe es la manifestación del Padre en el Hijo, en su carne
y en sus obras terrenas, verdad que se puede definir como la « vida luminosa »
de Jesús[24].
Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar una verdad
puramente interior. La verdad que la fe nos desvela está centrada en el encuentro
con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de su presencia.
En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de
los Apóstoles —la fe que ve— ante la visión corpórea del Resucitado[25].
Vieron a Jesús resucitado con sus propios ojos y creyeron, es decir, pudieron
penetrar en la profundidad de aquello que veían para confesar al Hijo de Dios,
sentado a la derecha del Padre.
31.
Solamente así, mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el
conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del
amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia
interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces
por qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar,
como afirma en su primera Carta: « Lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros propios ojos […] y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida
» (1 Jn 1,1). Con su encarnación, con su venida entre
nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos
toca; de este modo, transformando nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue
permitiendo reconocerlo y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros
podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su gracia. San Agustín, comentando el
pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc 8,45-46),
afirma: « Tocar con el corazón, esto es creer »[26].
También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque
personal de la fe, que reconoce su misterio, el misterio del Hijo que
manifiesta al Padre. Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos
adecuados para verlo.
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