35. La
luz de la fe en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios,
y constituye la aportación propia del cristianismo al diálogo con los
seguidores de las diversas religiones. La Carta a los Hebreos nos habla del
testimonio de los justos que, antes de la alianza con Abrahán, ya buscaban a
Dios con fe. De Henoc se dice que « se le acreditó que había complacido a Dios
» (Hb 11,5), algo imposible sin la fe, porque « el que se acerca a
Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan » (Hb 11,6).
Podemos entender así que el camino del hombre religioso pasa por la confesión
de un Dios que se preocupa de él y que no es inaccesible. ¿Qué mejor recompensa
podría dar Dios a los que lo buscan, que dejarse encontrar? Y antes incluso de
Henoc, tenemos la figura de Abel, cuya fe es también alabada y, gracias a la cual
el Señor se complace en sus dones, en la ofrenda de las primicias de sus
rebaños (cf. Hb 11,4). El hombre religioso intenta reconocer
los signos de Dios en las experiencias cotidianas de su vida, en el ciclo de
las estaciones, en la fecundidad de la tierra y en todo el movimiento del
cosmos. Dios es luminoso, y se deja encontrar por aquellos que lo buscan con
sincero corazón.
Imagen de
esta búsqueda son los Magos, guiados por la estrella hasta Belén (cf. Mt 2,1-12).
Para ellos, la luz de Dios se ha hecho camino, como estrella que guía por una
senda de descubrimientos. La estrella habla así de la paciencia de Dios con
nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor. El hombre religioso está en
camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí, para encontrar
al Dios que sorprende siempre. Este respeto de Dios por los ojos de los hombres
nos muestra que, cuando el hombre se acerca a él, la luz humana no se disuelve
en la inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que desaparece al alba, sino
que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego originario, como
espejo que refleja su esplendor. La confesión cristiana de Jesús como único
salvador, sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su «
vida luminosa », en la que se desvela el origen y la consumación de la historia[31].
No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que
no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz. Cuanto más se
sumerge el cristiano en la aureola de la luz de Cristo, tanto más es capaz de
entender y acompañar el camino de los hombres hacia Dios.
Al configurarse
como vía, la fe concierne también a la vida de los hombres que, aunque no
crean, desean creer y no dejan de buscar. En la medida en que se abren al amor
con corazón sincero y se ponen en marcha con aquella luz que consiguen
alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia la fe. Intentan vivir como
si Dios existiese, a veces porque reconocen su importancia para encontrar
orientación segura en la vida común, y otras veces porque experimentan el deseo
de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la
belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con la presencia de Dios. Dice
san Ireneo de Lyon que Abrahán, antes de oír la voz de Dios, ya lo buscaba «
ardientemente en su corazón », y que « recorría todo el mundo, preguntándose
dónde estaba Dios », hasta que « Dios tuvo piedad de aquel que, por su cuenta,
lo buscaba en el silencio »[32].
Quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a Dios, y ya es
sostenido por él, porque es propio de la dinámica de la luz divina iluminar
nuestros ojos cuando caminamos hacia la plenitud del amor.