Los primeros datos sobre la celebración de esta fiesta se
sitúan entre los siglos VII-VIII en Oriente. En Occidente aparece en la
meridional, en la región que habitaban los bizantinos. En Roma entraría en el
Calendario Litúrgico en 1476, la fecha elegida estaba relacionada con la fiesta
de la Natividad de la Virgen (8 de septiembre) que era más antigua.
El misterio de la Concepción Inmaculada de María por un singular privilegio divino, en previsión de los méritos de Cristo, nos lleva a todos los bautizados a contemplar el amor de Dios Padre, siempre dispuesto a extender a todos los hombres las maravillas de la salvación.
El Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, declaró solemnemente como verdad definitiva, la CONCEPCIÓN INMACULADA DE MARÍA. El Papa León XIII, veintiún años después, elevó esta fiesta a la máxima categoría litúrgica.
La SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA, al caer dentro del tiempo de Adviento, se convierte en un motivo de esperanza para toda la Iglesia cuando se prepara a recibir al que viene a “bendecirnos con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1,3-6.11s: segunda lectura). María la “llena de gracia”, como la llamó el ángel, “nos eligió a nosotros en la persona de Cristo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (segunda lectura).
La celebración de esta solemnidad permite a los fieles “llegar a Dios limpios de todas las culpas” (oración colecta y oración sobre las ofrendas), al reparar en ellos “los efectos del primer pecado, del que fue preservada de modo singular la Inmaculada Virgen María” (oración después de la comunión y primera lectura: Gén 3,9- 15.20).
Los fieles que celebran el tiempo de Adviento, al considerar el amor inefable con que la Virgen Madre esperó a su Hijo, se sienten animados a prepararse “vigilantes en la oración y cantando su alabanza” (Pablo VI, Marialis cultus, 4).
Ángel Fontcuberta
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