Apenas
llega Cristo a esta tierra, que era suya, cuando los hombres le quieren arrojar
de ella. Sus primeros adoradores fueron los pastores; su primer perseguidor, un
rey a quien la Historia ha llamado Herodes el Grande. Fue grande por sus
infamias, por sus vicios, por su ambición, por su lujuria. Fue uno de los
monstruos más grandes que han existido. Usurpador, desconfiado hasta la
ridiculez, avaro hasta la miseria, adulador del César, repugnante y hediondo,
este bárbaro del desierto de Edom traicionó a sus antiguos señores; mató a su
mujer, a su madre, a sus hijos y a sus hermanos; se divertía en ver cómo
chisporroteaban en las llamas los judíos más ilustres, y tales eran los
suplicios con que atormentaba a sus víctimas, que, como decían a Augusto los
embajadores de Jerusalén, los vivos envidiaban la suerte de los muertos. Aquel
reino que había ganado con la sangre, sólo con la sangre se podía conservar. El
carácter que Josefo nos pinta es el mismo del Evangelio.
Cuando Jesús nació, Herodes era ya viejo, y como todos los viejos malhechores y los príncipes nuevos, el temblor de una hoja le hacía estremecer. Supersticioso, como todos los orientales, crédulo en agüeros y presagios, se alarmó ante la noticia que le trajeron los tres misteriosos personajes guiados desde la Caldea lejana por el resplandor de una estrella. El más ridículo pretendiente le hacía temblar; y he aquí que en el corazón de su reino acababa de aparecer un nieto de David.
—No dejéis de traerme noticias más concretas—dijo a los ilustres extranjeros.
Pero aguardó inútilmente, y al fin comprendió que había sido burlado. Al miedo de la suspicacia se juntaba ahora la rabia del despecho. Era preciso deshacerse de aquel Rey en pañales, y para mejor asegurar el golpe, salió un edicto bárbaro, pero no más terrible que otros del tirano: todos los niños de menos de dos años que se encontrasen en Belén y sus alrededores debían ser degollados.
Cuando Jesús nació, Herodes era ya viejo, y como todos los viejos malhechores y los príncipes nuevos, el temblor de una hoja le hacía estremecer. Supersticioso, como todos los orientales, crédulo en agüeros y presagios, se alarmó ante la noticia que le trajeron los tres misteriosos personajes guiados desde la Caldea lejana por el resplandor de una estrella. El más ridículo pretendiente le hacía temblar; y he aquí que en el corazón de su reino acababa de aparecer un nieto de David.
—No dejéis de traerme noticias más concretas—dijo a los ilustres extranjeros.
Pero aguardó inútilmente, y al fin comprendió que había sido burlado. Al miedo de la suspicacia se juntaba ahora la rabia del despecho. Era preciso deshacerse de aquel Rey en pañales, y para mejor asegurar el golpe, salió un edicto bárbaro, pero no más terrible que otros del tirano: todos los niños de menos de dos años que se encontrasen en Belén y sus alrededores debían ser degollados.
La orden
fue ejecutada con brutalidad. San Mateo nos presenta a las inocentes criaturas
arrancadas del regazo materno, a las madres haciendo resonar su llanto en los
valles y las montañas, y a la misma Raquel levantándose de su tumba para juntar
sus lamentos con los de las pobres mujeres desoladas: «Una voz se ha oído en
las alturas; un coro de llantos y gritos espantosos; Raquel llora a sus hijos,
y no puede consolarse porque ya no existen. » Nadie supo cuántos serían los
niños sacrificados al tirano. Autores antiguos cuentan que Herodes quiso
empezar la matanza mandando sacrificar un hijo suyo pequeño; y el hecho debió
de llegar a oídos de Augusto, pues se dice que, al saberlo, exclamó el
Emperador:
—Mejor es ser puerco (un) de Herodes que hijo suyo (uion).
Fue una nueva crueldad del rey advenedizo, que había sido anunciada siglos antes como una señal de la aparición del Mesías; una crueldad aun más inútil que las otras. «Entre tantos duelos—dice el poeta—, Cristo es el único que se salva.» Además, la vida se le escapaba, y con la vida, el reino. Los gusanos le roían los miembros, tenía los pies hinchados, faltábale el aliento, y un hedor insoportable salía de su boca. Era la enfermedad que el Cielo parecía destinar para los perseguidores; la de Antíoco, la de Diocleciano, la de Maximiano. Vivo aún, su cuerpo se corrompía sobre un lecho de dolores en su soberbio palacio de Jericó. En Jerusalén hablaban ya de su muerte y arrastran por el suelo el águila de oro que él había mandado colocar sobre la puerta del templo. Más de cuarenta personas son quemadas vivas en una plaza de Jericó en castigo de aquella audacia. En el delirio de los últimos días, la sangre siguió corriendo. El tirano intenta suicidarse en la mesa con un cuchillo, y para tener quien le llore en sus funerales, ya moribundo, da orden de degollar a los jefes de las principales familias hebreas.
Entre tantas víctimas, los historiadores profanos olvidaron el centenar de niños sacrificados en Belén y sus cercanías. Pero la Iglesia ha recogido su memoria con amor maternal, y apenas acaba de saludar y adorar al recién nacido de la gruta, se acerca a las cunas enrojecidas de estos pequeñuelos, no para llorar sobre ellos, sino para colocar en su frente una diadema. «Salte de gozo la tierra—clamaba San Agustín—, porque ha merecido ser madre fecunda de estos amables y valerosos soldados. Bien merecidas tienen estas santas alegrías con que hoy los recordamos, pues conocieron la dignidad de la vida perpetua antes de recibir la usura de la presente.» Y la santa liturgia, dirigiéndose a la pequeña cohorte, la saluda, diciendo: «Salve, flores graciosas del martirio, que el enemigo de Cristo tronchó en los umbrales de la luz, como el vendaval a las rosas de abril. Vosotros, víctimas primaverales de Cristo, tierna grey de inmolados, reís inocentes delante del altar, jugando con las palmas y coronas.»
—Mejor es ser puerco (un) de Herodes que hijo suyo (uion).
Fue una nueva crueldad del rey advenedizo, que había sido anunciada siglos antes como una señal de la aparición del Mesías; una crueldad aun más inútil que las otras. «Entre tantos duelos—dice el poeta—, Cristo es el único que se salva.» Además, la vida se le escapaba, y con la vida, el reino. Los gusanos le roían los miembros, tenía los pies hinchados, faltábale el aliento, y un hedor insoportable salía de su boca. Era la enfermedad que el Cielo parecía destinar para los perseguidores; la de Antíoco, la de Diocleciano, la de Maximiano. Vivo aún, su cuerpo se corrompía sobre un lecho de dolores en su soberbio palacio de Jericó. En Jerusalén hablaban ya de su muerte y arrastran por el suelo el águila de oro que él había mandado colocar sobre la puerta del templo. Más de cuarenta personas son quemadas vivas en una plaza de Jericó en castigo de aquella audacia. En el delirio de los últimos días, la sangre siguió corriendo. El tirano intenta suicidarse en la mesa con un cuchillo, y para tener quien le llore en sus funerales, ya moribundo, da orden de degollar a los jefes de las principales familias hebreas.
Entre tantas víctimas, los historiadores profanos olvidaron el centenar de niños sacrificados en Belén y sus cercanías. Pero la Iglesia ha recogido su memoria con amor maternal, y apenas acaba de saludar y adorar al recién nacido de la gruta, se acerca a las cunas enrojecidas de estos pequeñuelos, no para llorar sobre ellos, sino para colocar en su frente una diadema. «Salte de gozo la tierra—clamaba San Agustín—, porque ha merecido ser madre fecunda de estos amables y valerosos soldados. Bien merecidas tienen estas santas alegrías con que hoy los recordamos, pues conocieron la dignidad de la vida perpetua antes de recibir la usura de la presente.» Y la santa liturgia, dirigiéndose a la pequeña cohorte, la saluda, diciendo: «Salve, flores graciosas del martirio, que el enemigo de Cristo tronchó en los umbrales de la luz, como el vendaval a las rosas de abril. Vosotros, víctimas primaverales de Cristo, tierna grey de inmolados, reís inocentes delante del altar, jugando con las palmas y coronas.»
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