P. Eduardo Sanz de Miguel, o. c. d.
El
Señor es mi Pastor, nada me falta.
En
prados de hierba fresca me hace reposar,
me
conduce junto a fuentes tranquilas
y
repara mis fuerzas.
Me
guía por el camino justo,
haciendo
honor a su Nombre.
Aunque
pase por un valle tenebroso,
ningún
mal temeré,
porque
Tú estás conmigo.
Tu
vara y tu cayado me dan seguridad.
Me
preparas un banquete
en
frente de mis enemigos,
perfumas
con ungüento mi cabeza
y mi
copa rebosa.
Tu
amor y tu bondad me acompañan
todos
los días de mi vida;
y
habitaré en la casa del Señor
por
años sin término.
Analicemos,
ahora, cada una de las palabras del salmo.
«El Señor es mi Pastor».
El
primer verso ya nos dice que hay que leer todo el poema como una imagen para
hablar de la relación entre el orante y Dios. El título de «pastor» para
nombrar a los reyes y guías del pueblo es habitual en el Oriente antiguo, así
como en Grecia y en otros pueblos. La Biblia lo utiliza varias veces para
hablar de Dios, tanto en los libros históricos como en los proféticos, en los
poéticos y en los sapienciales (Génesis 49, 24; Isaías 40, 11; Salmo 80, 2;
Eclesiástico 18, 13; etc.). Dios mismo, en el capítulo 34 del profeta Ezequiel,
se compara a sí mismo con un Pastor que quiere cuidar, proteger y alimentar a
sus fieles. Como los jefes del Pueblo han sido malos pastores, porque han
utilizado a las ovejas en su propio provecho, Dios se ocupará personalmente de cada
una, cubriendo todas sus necesidades:
«Vosotros
os bebéis su leche, os vestís con su lana, matáis las ovejas gordas, pero no
apacentáis el rebaño, ni robustecéis a las flacas, ni vendáis a las heridas, ni
buscáis las perdidas... Yo mismo buscaré a mis ovejas y las apacentaré...
Buscaré a la oveja perdida y traeré a la descarriada, vendaré a la herida,
robusteceré a la flaca, cuidaré a la gorda. Las apacentaré como se debe».
Son
imágenes tiernas, que nos hablan de un amor personal de Dios por su rebaño, que
no nos trata a todos por igual, sino que sale a nuestro encuentro, respondiendo
a las necesidades y esperanzas concretas de cada uno.
En
la antigüedad, los israelitas eran pastores seminómadas con un número pequeño
de animales: camellos, burros, gallinas y ovejas.
No
vivían en casas, sino en tiendas realizadas con pieles de animales. Hombres y
animales dormían bajo el mismo techo. Hoy los beduinos siguen haciendo lo
mismo. No es extraño que conocieran a cada una de sus ovejas, incluso por su
nombre. También las ovejas reconocían la voz y el olor de su pastor. La
parábola que Natán cuenta a David en el segundo libro de Samuel, capítulo 12,
nos puede ayudar a comprender lo que estamos diciendo:
«Había
en una ciudad dos hombres, uno rico y otro pobre.
El
rico tenía muchas ovejas y vacas. El pobre no tenía más que una corderilla que
había comprado. La había criado y había crecido con él y con sus hijos, comía
de su bocado, bebía de su vaso, dormía en su regazo...».
El
salmo quiere evocar esa atmósfera de afecto, esa experiencia de confianza, de
tranquilidad, porque se sabe que hay alguien que se interesa por ti, que se
preocupa por tu vida.
«Nada me falta».
Tanto
en Israel como en todo el Medio Oriente no abundan ni el agua ni los pastos.
Pasar hambre y sed es una experiencia ordinaria cuando se atraviesan los
amplios espacios desérticos. Quien ve los rebaños de los beduinos se extraña de
lo extremadamente flacos que están los animales. En este contexto se comprende
lo grande que es poder hablar de abundancia, afirmar que no se carece de nada.
Ciertamente, como escribió Santa Teresa de Jesús,
«Quien
a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta».
«En prados de hierba fresca me hace
reposar».
Conseguir
hierba en el desierto es ya suficiente para sobrevivir, pero si, además, la
hierba es fresca, el hallazgo se convierte en una fiesta. Después de un camino
árido y polvoriento, la sola vista de un prado invita al descanso. Las ovejas
pueden reposar después de haber comido, en las horas en que el excesivo calor
no permite desplazarse:
«Dime
dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas sestear al mediodía» (Cantar de los Cantares 1, 7).
«Me conduce junto a fuentes
tranquilas».
El
agua no sólo quita la sed, también limpia del polvo del camino y refresca. El
mismo sonido de la fuente relaja y hace olvidar las fatigas. Pero las fuentes
son los lugares más peligrosos para los rebaños. Tanto los lobos como los
salteadores saben que allí terminan acudiendo a beber y se esconden esperando a
sus presas. El salmo subraya que las fuentes a las que nos conduce nuestro
pastor son «tranquilas», seguras. La Sagrada Escritura usa muchas veces el
símbolo de la sed para hablar del deseo de Dios y del agua para hablar del don
del Espíritu Santo.
«Como
busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi
alma tiene sed de Dios...»
(Salmo 42, 2-3).
«Os
rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas. Os daré un
corazón nuevo y os infundiré mi Espíritu...» (Ezequiel 36, 25ss).
«Y repara mis fuerzas».
Después
del cansancio del camino, el alimento, la bebida y el descanso nos hacen tomar
fuerzas para poder seguir caminando. Literalmente dice: «repara mi aliento», mi
alma, entendido como mi vigor y mi vida también. En algunas ocasiones nos
sentimos agotados y nos parece que ya no podemos más. Es el momento de escuchar
las palabras del Salmo 27:
«El
Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El
Señor es mi fuerza y mi energía, ¿quién me hará temblar?
Aunque
los malvados se levanten contra mí...
Él
me recogerá en su tienda...
Aunque
mi padre y mi madre me abandonen, Él me acogerá».
«Me guía por el camino justo».
La
experiencia de caminar acompaña a todo hombre. Nos desplazamos de un sitio a
otro y toda nuestra vida es un camino. A veces equivocamos la senda, porque,
como nos recuerda Antonio Machado: «Caminante, no hay camino, se hace camino
al andar». El pastor adapta su paso a la necesidad de las ovejas, va en
busca de un lugar bueno para ellas.
Para
los hombres, decir esto es confesar que el Señor nos guía por el camino justo,
el único bueno, aunque no lo entendamos inmediatamente. Él nos lleva al mejor
lugar, que nosotros solos no podríamos encontrar: las fuentes tranquilas, el
agua que produce paz y calma la sed más profunda del que la bebe:
«Te
guiaré por el camino de la sabiduría, te conduciré por sendas justas»
(Proverbios 4, 11).
«Peregrino
soy en esta tierra, no me ocultes tus mandatos... Enséñame, Señor, tu camino
para que lo siga». (Salmo 119, 19. 33).
«Haciendo honor a su Nombre».
El
pastor que cumple bien su trabajo, que cuida de su rebaño, lo alimenta, lo protege
y lo guía por los caminos acertados, hace honor a su nombre.
«El
asalariado, que no es verdadero pastor ni propietario de las ovejas, cuando ve
venir al lobo, las abandona y huye; y el lobo hace presa de ellas. Se porta así
porque trabaja únicamente por la paga y no le importan las ovejas. Yo soy el
Buen Pastor que conozco a mis ovejas y cada una de ellas es importante para mí» (Juan 10, 12ss).
«Aunque pase por un valle tenebroso,
ningún mal temeré».
El
pastor nos da tanta seguridad, que hasta podríamos atravesar con él el
valle tenebroso. La oscuridad del valle da miedo por los peligros que puede
esconder, porque no se ve el camino, por la semejanza entre las tinieblas y la
muerte. Este salmo, para decir «tinieblas», utiliza una palabra rara, que no se
usa casi nunca: «salmawet» y que podríamos traducir por «oscuro como la
muerte».
En
hebreo, «mawet» significa «muerte». La muerte es evocada para el lector por la
oscuridad del valle y por la palabra con la que se habla de esta oscuridad. De
hecho, la Biblia griega traduce «aún
si camino por el valle de la muerte, no temo, porque Tú me acompañas».
Una
imagen de gran fuerza para recordarnos nuestra condición de mortales en un
contexto de gran dulzura (grandezas de la poesía).
«Porque Tú estás conmigo».
Hemos
llegado al centro del salmo y a su momento más intenso.
La
verdadera razón de que yo me sienta seguro, de que no tenga miedo, de que me
atreva a pasar el valle de la oscuridad y de la muerte es que «Tú estás conmigo». Los prados
frescos, el agua abundante, la protección frente a los enemigos... todo es
bueno, pero saber que Tú caminas a mi lado es lo más importante.
«Si
te tengo a Ti, ya no necesito nada de la tierra »
(Salmo 73, 25).
«Si
el Señor está conmigo, no tengo miedo. ¿Qué podrá hacerme el hombre?» (Salmo 118, 6).
«Tu vara y tu cayado me dan seguridad».
Palestina
es una tierra cálida. Los viajes con el ganado se hacen temprano, antes de que
caliente el sol, o al atardecer, cuando se oculta. Las ovejas no tienen miedo
de extraviarse en la oscuridad, porque se siguen unas a otras y, a lo largo del
camino, oyen el sonido de la vara del pastor que camina con ellas. El cayado,
arma con la que defender a las ovejas de las alimañas, es al mismo tiempo el
signo tierno de la presencia del pastor junto al rebaño, que toca con su punta
los lomos de la que se desvía para reconducirla al redil y, con el ruido que
hace al apoyarlo en el suelo, guía su caminar. Con el sonido del bastón de Dios
en nuestras vidas, no tenemos miedo ni de la muerte. La imagen hace también
referencia al bastón de mando, al cetro de Dios, con el que gobierna todas las
cosas para el bien de su pueblo.
El
salmo siguiente, el 24, habla del Señor «Rey de la gloria», y comienza así: «Del Señor es la tierra y cuanto la
llena, el mundo y todos sus habitantes». El mismo David era rey y
pastor. La referencia al cayado de pastor y al bastón de mando es riquísima de
evocaciones:
Dios
salvador, liberador, guía del pueblo, en relación con la salida de Egipto y la
Monarquía.
La
sensación de seguridad y de protección prosigue con la segunda imagen del
salmo: la del señor que acoge un huésped en su casa.
«Me preparas un banquete frente a mis
enemigos».
La
palabra usada en hebreo significa «desenrollar», con el sentido de extender
unas pieles de cabra a la puerta de la tienda, para colocar sobre ellas la
comida. Podemos reconstruir la escena: un hombre huye de sus enemigos por el
desierto. Casi imposible salvarse. Improvisadamente, encuentra un beduino que
lo acoge en su tienda. La ley de la hospitalidad era sagrada para los semitas.
Cuando alguien es acogido, invitado a comer, se convierte en intocable. Los
enemigos no se pueden acercar a él.
«El
Señor hace justicia al huérfano, a la viuda y ama al emigrante suministrándole
pan y vestido. Amad vosotros también al emigrante, ya que emigrantes
fuisteis...» (Deuteronomio 10, 18-19).
Abrahán
recibió la promesa definitiva cuando acogió en su casa a unos peregrinos que
resultaron ser enviados de Dios (Génesis 18).
«No olvidéis la hospitalidad, pues
gracias a ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles» (Hebreos 13, 2).
Lot
prefiere entregar a sus dos hijas antes que a unos desconocidos acogidos en su
casa (Génesis 19).
«Perfumas con ungüento mi cabeza».
El
ungir a un huésped era la mayor manifestación de veneración que se podía tener
con él. El aceite enriquecido de esencias perfumadas da frescor, suaviza la
piel. Es éste un gesto de extremo afecto y consideración para el que llega
cansado por el calor del desierto y las penalidades de la huida.
«¡Qué
hermoso es que los hermanos vivan unidos! Es como ungüento perfumado derramado
en la cabeza.»
(Salmo 133 1-2).
Una mujer de Betania tendrá este gesto con
Jesús y él lo agradecerá a pesar de la incomprensión de los discípulos,
llegando a afirmar que esa mujer sería recordada en todos los lugares donde se
predique el Evangelio (Mateo 26, 6ss).
«Y mi copa rebosa».
La
copa que rebosa es, igualmente, signo de la generosidad con que el huésped es
acogido. No recibe sólo lo necesario. Hay algo de superfluo, de añadido, de
generosidad total, en los actos de Dios. Recordemos, por ejemplo, la narración
de la creación. Dios no hace sólo lo necesario, sino que, además, entrega al
hombre ríos con agua abundante, con oro fino, con piedras preciosas y perfumes
(Génesis 2, 10ss). Lo mismo sucede cuando los israelitas salen de Egipto. Dios
no sólo les da la libertad. Les enriquece también con los bienes y el oro de
los egipcios (Éxodo 12, 36).
«Tu amor y tu bondad me acompañan».
Ésta
es la imagen más extraña para los occidentales. Es como si el beduino que me ha
acogido en su tienda y me ha defendido de mis enemigos, me pusiera ahora dos
guardaespaldas que me acompañen de regreso a mi casa. Aquí, los dos
acompañantes son una personificación del Amor y la Bondad de Dios, última
referencia del salmo. Aunque a nosotros pueda resultarnos rara la
personificación de cualidades divinas, en la Biblia es bastante común:
«La
Salvación está cerca de los que le honran y la Justicia habitará en nuestra
tierra. El Amor y la Fidelidad se encuentran, la Justicia y la Paz se besan...
La Justicia marchará delante de él y la Rectitud seguirá sus pasos»
(Salmo 85, 10ss).
«Todos los días de mi vida».
No
hablamos de un acompañamiento pasajero, sino de la certeza de una protección
continua, como si se respondiera a la petición con que concluye el salmo 28: «Salva a tu pueblo, bendice tu heredad,
apaciéntanos y guíanos por siempre».
Las
dos partes del salmo (el pastor que cuida de las ovejas y el señor de la casa
que acoge un huésped bajo su techo) comienzan con una situación de descanso y
terminan con los protagonistas en actitud de caminar. Las ovejas comen, beben y
sestean en el oasis.
Después
emprenden la marcha, guiadas por el pastor. El que huía del desierto encuentra
la salvación en la tienda del beduino. Allí sacia su hambre y su sed, se
perfuma y, posteriormente, emprende la marcha custodiado por dos escoltas.
Las
dos partes del salmo parecen insinuar que nuestra vida es un continuo andar de
la mano del Señor. Cuando lo necesitamos, Él nos ofrece momentos de descanso
para restaurar nuestras fuerzas.
Cuando
nos hemos recuperado, hay que volver a caminar. Como los discípulos que
acompañaron a Jesús en el Tabor: Después de la Transfiguración tuvieron que
regresar al valle.
El
Salmo 122, como los otros llamados «salmos de ascensión a Jerusalén», nos
recuerda que siempre somos peregrinos: «¡Qué
alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!».
El
libro del Éxodo, que nos narra el camino de Israel por el desierto hacia la
Tierra Prometida, se convierte en imagen de nuestra vida: El Señor nos guía y
nos acompaña, nos instruye y nos corrige todas las jornadas de nuestra
existencia, hasta el día en que entremos en el descanso definitivo. El salmo 95
insiste en esta idea, invitándonos a aprender de los errores cometidos por los
israelitas en su caminar por el desierto, para no repetirlos:
«Ojalá
escuchéis hoy su voz. No endurezcáis vuestro corazón... como en el desierto,
cuando me tentaron vuestros antepasados... Son un pueblo que no conoce mis
caminos, por eso juré airado que no entrarían en mi descanso».
El
Antiguo y en Nuevo Testamento son un testimonio continuo de las ansias que
arden en nuestros corazones de alcanzar la patria verdadera, la definitiva:
«Si
Josué les hubiera proporcionado un descanso definitivo, David no hablaría de un
posterior día de descanso. Hay, pues, un descanso definitivo reservado al
pueblo de Dios... Apresurémonos, pues» (Hebreos 4, 8ss).
«Y
habitaré en la casa del Señor por años sin término».
Después
de hablar de descansos pasajeros y de caminos largos, se evoca el reposo
definitivo en la casa del Señor, la entrada en el «Sabat» último y eterno, en
la Nueva Jerusalén, tal como canta el Apocalipsis:
«Ésta
es la Morada de Dios con los hombres. Habitará entre ellos... Enjugará las
lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor» (21, 3ss).
El
desierto es el contexto común a las dos imágenes (el pastor y el beduino). El
que ora este salmo sabe que nada le falta, aún encontrándose en el desierto.
Allí, el creyente redescubre las raíces de toda la historia de Israel:
Abrahán
y los demás patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se
preparó en el desierto para su misión y volvió al desierto para acompañar al
pueblo a la libertad. Allí se manifestó el poder de Dios, que «hirió a los primogénitos de Egipto,
sacó a su pueblo como a un rebaño y lo condujo por el desierto. Los llevó con
seguridad hasta la tierra sagrada» (Salmo 78, 51ss).
Por
lo tanto, después que el Señor liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto,
lo guió por el desierto, como un pastor conduce a su rebaño.
Les
ofreció agua que manaba de la roca y alimento abundante (maná y codornices),
los defendió de las serpientes que los mordían y de los enemigos que los
atacaban, los introdujo en la Tierra Prometida y los acogió como Señor del
territorio, ofreciéndoles descanso en su casa. Esta idea queda recogida en
muchos textos de la Escritura:
«Saliste,
oh Dios, al frente de tu pueblo, los guiaste por el desierto... reanimaste tu
heredad extenuada y tu rebaño habitó la tierra que tu bondad les había
preparado» (Salmo
68, 8ss).
«Te
abriste un sendero por el mar... y guiaste a tu pueblo como a un rebaño» (Salmo 77, 20-21).
El
desierto significa también, para el pueblo, el lugar de la tentación, la
prueba, la murmuración, el pecado, la idolatría y la conversión. El lugar donde
se descubre que Dios perdona siempre y continúa a dar vida, alimento, salud,
victoria. Que da con generosidad porque perdona con magnanimidad. El lugar
donde se puede hacer la verdadera experiencia del encuentro personal con Dios:
«La llevaré al desierto y le hablaré
al corazón... Ella me responderá allí como en los días de su juventud, como el
día en que salió de Egipto... Y te desposaré conmigo en fidelidad» (Oseas 2, 16).
La
experiencia del Éxodo es revivida siglos después, al retorno del Exilio. El
salmo termina afirmando: «Habitaré en
la casa del Señor». Aunque la tradición lee «habitaré», las consonantes
hebreas dicen «volveré», el verbo usado para la experiencia que sigue a la
deportación:
«Los haré volver de las naciones por
donde están dispersados»
(Zacarías 10, 10. Ver Ezequiel 36, 24ss).
La
vuelta de la conversión a la comunión. Camino por el desierto, tentación,
pecado, perdón, crisis de fe en el Exilio, retorno a la tierra y conversión del
corazón. Todo este camino evoca el salmo a quien lo lee con una mentalidad
bíblica, a sus destinatarios.
Como
hemos visto, las imágenes del salmo hablan de:
1.
Seguridad
ante los enemigos y peligros de todo tipo:
oscuridad,
hambre y sed, muerte.
2.
Con
una connotación de máxima abundancia. Los dones de Dios son siempre a la medida
de Dios.
3.
Para
aquél que ya se sentía dentro de la muerte. Descubrimos la sobreabundancia del
don de Dios cuando ya parecía todo perdido.
4.
El
significado último del salmo sólo lo podemos entender a la luz del Nuevo
Testamento: Jesús es la persona que confía en Dios y camina por sus sendas, aún
en medio de las dificultades, hasta entregarse en la cruz. Por eso, el Padre se
apiada de Él y le devuelve a la vida, sentándole a su mesa, introduciéndole en
su Casa. Al mismo tiempo, Jesús es
«el gran Pastor de las ovejas» (Hebreos 13, 20),
«el Supremo Pastor»
(1 Pedro 5, 4).
«Nosotros éramos como ovejas descarriadas,
pero ahora hemos vuelto a nuestro Pastor y Guardián»
(1 Pedro 2, 25).
Él
es el Pontífice de la Nueva Alianza, el Camino que nos lleva al Padre, la
Puerta de acceso a la Casa de Dios. Él prepara para nosotros el banquete de su
Cuerpo y de su Sangre, verdadero alimento de inmortalidad. Su amor es tan
grande, que llega a dar la vida por sus ovejas. Con él podemos atravesar sin
miedo el valle de la muerte, porque Él es la Resurrección y la Vida, Luz que
brilla en las tinieblas, Roca que se abre en el desierto para calmar la sed,
Maná que nos alimenta, verdadero Pastor y Rey, que «nos apacienta y nos conduce a fuentes de aguas vivas» (Apocalipsis
7, 17) y que nos permite habitar en su casa «por años sin término». El cristiano que ora con el Salmo 23,
está llamado a hacer este camino espiritual, verdadera síntesis del Antiguo y
del Nuevo testamento: dejarse guiar por Dios «en medio de la noche» y vivir en
intimidad con Él, hasta participar en su banquete, «la cena que recrea y
enamora», en palabras de S. Juan de la Cruz.
«¿Dónde pastoreas, Pastor bueno, Tú
que cargas sobre tus hombros a toda la grey? Muéstrame el lugar de tu reposo,
guíame hasta el pasto nutritivo; llámame por mi nombre, para que yo escuche tu
voz, y tu voz me dé la vida eterna. "Muéstrame, amor de mi alma, dónde
pastoreas".
Te nombro de este modo porque tu
nombre supera cualquier otro nombre y cualquier inteligencia; de tal manera que
ningún ser racional es capaz de pronunciarlo o de comprenderlo.
Este nombre, expresión de tu bondad,
expresa el amor de mi alma hacia ti. ¿Cómo puedo dejar de amarte a ti, que de
tal manera me has amado que has entregado tu vida por mí?
No puede imaginarse un amor superior a
este: el de dar la vida para mi salvación».
(S.
Gregorio de Nisa. Homilía 2 sobre el Cantar de los Cantares)
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