(RV).- “Hoy en nuestros pueblos,
lamentablemente, se sigue escuchando el gemido y el llanto de tantas madres, de
tantas familias, por la muerte de sus hijos, de sus hijos inocentes”, lo
escribe el Papa Francisco en la Carta dirigida a los Obispos con ocasión de la
Fiesta de los Santos Inocentes, celebrado el 28 de diciembre pasado y publicado
hoy por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
TEXTO
COMPLETO DE LA CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS OBISPOS
Querido
hermano:
Hoy,
día de los Santos Inocentes, mientras continúan resonando en nuestros corazones
las palabras del ángel a los pastores: «Os traigo una buena noticia, una gran
alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un
Salvador» (Lc 2,10-11), siento la necesidad de escribirte. Nos hace bien
escuchar una y otra vez este anuncio; volver a escuchar que Dios está en medio
de nuestro pueblo. Esta certeza que renovamos año a año es fuente de nuestra
alegría y esperanza.
Durante
estos días podemos experimentar cómo la liturgia nos toma de la mano y nos
conduce al corazón de la Navidad, nos introduce en el Misterio y nos lleva
paulatinamente a la fuente de la alegría cristiana.
Como
pastores hemos sido llamados para ayudar a hacer crecer esta alegría en medio
de nuestro pueblo. Se nos pide cuidar esta alegría. Quiero renovar contigo la
invitación a no dejarnos robar esta alegría, ya que muchas veces desilusionados
–y no sin razones– con la realidad, con la Iglesia, o inclusive desilusionados
de nosotros mismos, sentimos la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona,
sin esperanza, que se apodera de los corazones (cf. Exhorta. Ap. Evangelii
gaudium, 83).
La
Navidad, mal que nos pese, viene acompañada también del llanto. Los
evangelistas no se permitieron disfrazar la realidad para hacerla más creíble o
apetecible. No se permitieron realizar un discurso «bonito» pero irreal. Para
ellos la Navidad no era refugio fantasioso en el que esconderse frente a los
desafíos e injusticias de su tiempo. Al contrario, nos anuncian el nacimiento
del Hijo de Dios también envuelto en una tragedia de dolor. Citando al profeta
Jeremías, el evangelista Mateo lo presenta con gran crudeza: «En Ramá se oyó
una voz, hubo lágrimas y gemidos: es Raquel, que llora a sus hijos» (2,18). Es
el gemido de dolor de las madres que lloran las muertes de sus hijos inocentes
frente a la tiranía y ansia de poder desenfrenada de Herodes.
Un
gemido que hoy también podemos seguir escuchando, que nos llega al alma y que
no podemos ni queremos ignorar ni callar. Hoy en nuestros pueblos,
lamentablemente –y lo escribo con profundo dolor–, se sigue escuchando el
gemido y el llanto de tantas madres, de tantas familias, por la muerte de sus
hijos, de sus hijos inocentes.
Contemplar
el pesebre es también contemplar este llanto, es también aprender a escuchar lo
que acontece a su alrededor y tener un corazón sensible y abierto al dolor del
prójimo, más especialmente cuando se trata de niños, y también es tener la
capacidad de asumir que hoy se sigue escribiendo ese triste capítulo de la
historia. Contemplar el pesebre aislándolo de la vida que lo circunda sería
hacer de la Navidad una linda fabula que nos generaría buenos sentimientos pero
nos privaría de la fuerza creadora de la Buena Noticia que el Verbo Encarnado
nos quiere regalar. Y la tentación existe.
¿Será
que la alegría cristiana se puede vivir de espaldas a estas realidades? ¿Será
que la alegría cristiana puede realizarse ignorando el gemido del hermano, de
los niños?
San
José fue el primer invitado a custodiar la alegría de la Salvación. Frente a
los crímenes atroces que estaban sucediendo, san José –testimonio del hombre
obediente y fiel– fue capaz de escuchar la voz de Dios y la misión que el Padre
le encomendaba. Y porque supo escuchar la voz de Dios y se dejó guiar por su
voluntad, se volvió más sensible a lo que le rodeaba y supo leer los
acontecimientos con realismo.
Hoy
también a nosotros, Pastores, se nos pide lo mismo, que seamos hombres capaces
de escuchar y no ser sordos a la voz del Padre, y así poder ser más sensibles a
la realidad que nos rodea. Hoy, teniendo como modelo a san José, estamos
invitados a no dejar que nos roben la alegría. Estamos invitados a custodiarla
de los Herodes de nuestros días. Y al igual que san José, necesitamos coraje
para asumir esta realidad, para levantarnos y tomarla entre las manos (cf. Mt
2,20). El coraje de protegerla de los nuevos Herodes de nuestros días, que
fagocitan la inocencia de nuestros niños. Una inocencia desgarrada bajo el peso
del trabajo clandestino y esclavo, bajo el peso de la prostitución y la
explotación. Inocencia destruida por las guerras y la emigración forzada, con
la pérdida de todo lo que esto conlleva. Miles de nuestros niños han caído en
manos de pandilleros, de mafias, de mercaderes de la muerte que lo único que
hacen es fagocitar y explotar su necesidad.
A
modo de ejemplo, hoy en día 75 millones de niños –debido a las emergencias y
crisis prolongadas– han tenido que interrumpir su educación. En 2015, el 68 por
ciento de todas las personas objeto de trata sexual en el mundo eran niños. Por
otro lado, un tercio de los niños que han tenido que vivir fuera de sus países
ha sido por desplazamientos forzosos. Vivimos en un mundo donde casi la mitad
de los niños menores de 5 años que mueren ha sido a causa de malnutrición. En
el año 2016, se calcula que 150 millones de niños han realizado trabajo
infantil viviendo muchos de ellos en condición de esclavitud. De acuerdo al
último informe elaborado por UNICEF, si la situación mundial no se revierte, en
2030 serán 167 millones los niños que vivirán en la extrema pobreza, 69
millones de niños menores de 5 años morirán entre 2016 y 2030, y 60 millones de
niños no asistirán a la escuela básica primaria.
Escuchemos
el llanto y el gemir de estos niños; escuchemos el llanto y el gemir también de
nuestra madre Iglesia, que llora no sólo frente al dolor causado en sus hijos
más pequeños, sino también porque conoce el pecado de algunos de sus miembros:
el sufrimiento, la historia y el dolor de los menores que fueron abusados
sexualmente por sacerdotes. Pecado que nos avergüenza. Personas que tenían a su
cargo el cuidado de esos pequeños han destrozado su dignidad. Esto lo
lamentamos profundamente y pedimos perdón. Nos unimos al dolor de las víctimas
y a su vez lloramos el pecado. El pecado por lo sucedido, el pecado de omisión
de asistencia, el pecado de ocultar y negar, el pecado del abuso de poder. La
Iglesia también llora con amargura este pecado de sus hijos y pide perdón. Hoy,
recordando el día de los Santos Inocentes, quiero que renovemos todo nuestro
empeño para que estas atrocidades no vuelvan a suceder entre nosotros. Tomemos
el coraje necesario para implementar todas las medidas necesarias y proteger en
todo la vida de nuestros niños, para que tales crímenes no se repitan más.
Asumamos clara y lealmente la consigna «tolerancia cero» en este asunto.
La
alegría cristiana no es una alegría que se construye al margen de la realidad,
ignorándola o haciendo como si no existiese. La alegría cristiana nace de una
llamada –la misma que tuvo san José– a tomar y cuidar la vida, especialmente la
de los santos inocentes de hoy. La Navidad es un tiempo que nos interpela a
custodiar la vida y ayudarla a nacer y crecer; a renovarnos como pastores de
coraje. Ese coraje que genera dinámicas capaces de tomar conciencia de la
realidad que muchos de nuestros niños hoy están viviendo y trabajar para
garantizarles los mínimos necesarios para que su dignidad como hijos de Dios
sea no sólo respetada sino, sobre todo, defendida.
No
dejemos que les roben la alegría. No nos dejemos robar la alegría, cuidémosla y
ayudémosla a crecer.
Hagámoslo
esto con la misma fidelidad paternal de san José y de la mano de María, la
Madre de la ternura, para que no se nos endurezca el corazón.
Con
fraternal afecto,
FRANCISCO
Vaticano,
28 de diciembre de 2016
Fiesta
de los Santos Inocentes, Mártires
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