En la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y
Jornada de Santificación Sacerdotal, el Papa Francisco presidió la celebración
de la Santa Misa en la Plaza de San Pedro con motivo del Jubileo de los
Sacerdotes - AP
03/06/2016 10:19
(RV).- "Ninguno está excluido del corazón de Cristo,
de su oración y de su sonrisa. Con mirada amorosa y corazón de Padre, el Señor
acoge, incluye, y, cuando debe corregir, siempre es para acercar; sin
despreciar a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos por
todos".
En la Solemnidad del Sagrado Corazón de
Jesús y Jornada de Santificación Sacerdotal, el Papa
Francisco presidió la celebración de la Santa Misa en la Plaza de San
Pedro con motivo del Jubileo de los Sacerdotes.
TEXTO DE LA HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO DURANTE LA
SANTA MISA CON MOTIVO DEL JUBILEO DE LOS SACERDOTES:
La celebración del Jubileo de los
Sacerdotes en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a llegar al
corazón, es decir, a la interioridad, a las raíces más sólidas de la vida, al
núcleo de los afectos, en una palabra, al centro de la persona. Y hoy nos
fijamos en dos corazones: el
del Buen Pastor ynuestro
corazón de pastores.
El
corazón del Buen Pastor no es sólo el corazón que tiene misericordia de
nosotros, sino la misericordia misma. Ahí resplandece el amor del Padre; ahí me
siento seguro de ser acogido y comprendido como soy; ahí, con todas mis
limitaciones y mis pecados, saboreo la certeza de ser elegido y amado. Al mirar
a ese corazón, renuevo el primer amor: el recuerdo de cuando el Señor tocó mi
alma y me llamó a seguirlo, la alegría de haber echado las redes de la vida
confiando en su palabra (cf. Lc 5,5).
El
corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y
nunca se da por vencido. En él vemos su continua entrega sin algún confín; en
él encontramos la fuente del amor dulce y fiel, que deja libre y nos hace
libres; en él volvemos cada vez a descubrir que Jesús nos ama «hasta el
extremo» (Jn 13,1)
– no se detiene, sino hasta el final – sin imponerse nunca.
El
corazón del Buen Pastor está inclinado hacia nosotros, «polarizado»
especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la aguja de su
brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque desea llegar a
todos y no perder a nadie.
Ante
el Corazón de Jesús nace la pregunta fundamental de nuestra vida sacerdotal: ¿A
dónde se orienta mi corazón? Pregunta que nosotros, los sacerdotes, debemos
hacernos tantas veces, cada día, cada semana: ¿a dónde se orienta mi corazón?
El ministerio está a menudo lleno de muchas iniciativas, que lo ponen ante
diversos frentes: de la catequesis a la liturgia, de la caridad a los
compromisos pastorales e incluso administrativos. En medio de tantas
actividades, permanece la pregunta: ¿En dónde se fija mi corazón? Me viene a la
memora aquella oración tan bella de la Liturgia: “Ubi vera sunt gaudia…”. ¿A
dónde apunta, cuál es el tesoro que busca? Porque —dice Jesús— «donde estará tu
tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21).
Hay debilidades en todos nosotros, también pecados. Pero vayamos a lo profundo,
a la raíz: ¿Dónde está la raíz de nuestras debilidades, de nuestros pecados, es
decir dónde está precisamente aquel “tesoro” que nos aleja del Señor?
Los
tesoros irremplazables del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Él
pasaba sus jornadas entre la oración al Padre y el encuentro con la gente. No
la distancia, el encuentro. También el corazón de pastor de Cristo conoce sólo
dos direcciones: el Señor y la
gente. El corazón del sacerdote es un corazón traspasado por el amor del Señor;
por eso no se mira a sí mismo – no debería mirarse a sí mismo –, sino que está
dirigido a Dios y a los hermanos. Ya no es un «corazón bailarín», que se deja
atraer por las seducciones del momento, o que va de aquí para allá en busca de
aceptación y pequeñas satisfacciones. Es, en cambio un corazón arraigado en el
Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible para los hermanos.
Y allí resuelve sus pecados.
Para
ayudar a nuestro corazón a que tenga el fuego de la caridad de Jesús, el Buen
Pastor, podemos ejercitarnos en asumir en nosotros tres formas de actuar que
nos sugieren las Lecturas de hoy: buscar,
incluir y alegrarse.
Buscar. El profeta Ezequiel nos
recuerda que Dios mismo busca a sus ovejas (cf. 34,11.16). Como dice el
Evangelio, «va tras la descarriada hasta que la encuentra» (Lc 15,4),
sin dejarse atemorizar por los riesgos; se aventura sin titubear más allá de
los lugares de pasto y fuera de las horas de trabajo. Y no se hace pagar horas
extras. No aplaza la búsqueda, no piensa: «Hoy ya he cumplido con mi deber,
eventualmente me ocuparé mañana», sino que se pone de inmediato manos a la
obra; su corazón está inquieto hasta que encuentra esa oveja perdida. Y, cuando
la encuentra, olvida la fatiga y se la carga sobre sus hombros todo contento. A
veces debe salir a buscarla, a hablar; otras veces debe permanecer ante el
tabernáculo, luchado con el Señor por aquella oveja.
Así
es el corazón que busca: es un corazón que no privatiza los tiempos y espacios.
¡Ay de los pastores que privatizan su ministerio! No es celoso de su legítima
tranquilidad – legítima, digo, ni siquiera de ella – y nunca pretende que no lo
molesten. El pastor, según el corazón de Dios, no defiende su propia comodidad,
no se preocupa de proteger su buen nombre, pero será calumniado, como Jesús.
Sin temor a las críticas, está dispuesto a arriesgar con tal de imitar a su
Señor. “Bienaventurados ustedes cuando los insultarán, los perseguirán…” (Mt 5,11).
El
pastor según Jesús tiene el corazón libre para dejar sus cosas, no vive
haciendo cuentas de lo que tiene y de las horas de servicio: no es un contable
del espíritu, sino un buen Samaritano en busca de quien tiene necesidad. Es un
pastor, no un inspector de la grey, y se dedica a la misión no al cincuenta o
sesenta por ciento, sino con todo su ser. Al ir en busca, encuentra, y
encuentra porque arriesga. Si el pastor no arriesga, no encuentra. No se queda
parado después de las desilusiones ni se rinde ante las dificultades; en
efecto, esobstinado
en el bien, ungido por la
divina obstinación de que nadie se extravíe. Por eso, no sólo tiene la puerta
abierta, sino que sale en busca de quien no quiere entrar por ella. Y como todo
buen cristiano, y como ejemplo para cada cristiano, siempre está en salida de sí mismo. El epicentro de su corazón está fuera de él: es un
descentrado de sí mismo, centrado sólo en Jesús. No es atraído por su yo, sino
por el tú de Dios y por el nosotros de los hombres.
Segunda
palabra: Incluir. Cristo ama y conoce a sus ovejas, da la vida por ellas y
ninguna le resulta extraña (cf. Jn 10,11-14).
Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el
pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (cf. Jn 10,
3-4). Y quiere reunir a las ovejas que todavía no están con él (cf. Jn 10,16).
Así
es también el sacerdote de Cristo: está ungido para el pueblo, no para elegir
sus propios proyectos, sino para estar cerca de las personas concretas que
Dios, por medio de la Iglesia, le ha confiado. Ninguno está excluido de su
corazón, de su oración y de su sonrisa. Con mirada amorosa y corazón de padre,
acoge, incluye, y, cuando debe corregir, siempre es para acercar; no desprecia
a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos por todos.
El Buen Pastor no conoce
los conoce. Ministro de la comunión, que celebra y vive, no pretende los
saludos y felicitaciones de los otros, sino que es el primero en ofrecer mano,
desechando cotilleos, juicios y venenos. Escucha con paciencia los problemas y
acompaña los pasos de las personas, prodigando el perdón divino con generosa
compasión. No regaña a quien abandona o equivoca el camino, sino que siempre
está dispuesto para reinsertar y recomponer los litigios. Es un hombre que sabe incluir.
Alegrarse. Dios se pone «muy contento» (Lc 15,5):
su alegría nace del perdón, de la vida que se restaura, del hijo que vuelve a
respirar el aire de casa. La alegría de Jesús, el Buen Pastor, no es una
alegría para sí mismo, sino para los demás y con los demás, la verdadera alegría del amor. Esta es también la alegría
del sacerdote. Él es transformado por la misericordia que, a su vez, ofrece de
manera gratuita. En la oración descubre el consuelo de Dios y experimenta
que nada es más fuerte que su amor. Por eso está sereno interiormente, y es
feliz de ser un canal de misericordia, de acercar el hombre al corazón de Dios.
Para él, la tristeza no es lo normal, sino sólo pasajera; la dureza le es
ajena, porque es pastor según el corazón suave de Dios.
Queridos
sacerdotes, en la celebración eucarística encontramos cada día nuestra
identidad de pastores. Cada vez podemos hacer verdaderamente nuestras las
palabras de Jesús: «Esto
es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con
las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra
ordenación. Les agradezco su «sí», y por los tantos «sí» escondidos de todos
los días, que sólo el Señor conoce. Les agradezco por su «sí», para dar la vida unidos a Jesús: aquí está la fuente pura de nuestra alegría.
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