«Por tanto, amados hermanos, lo que cada cristiano
ha de hacer en todo tiempo ahora debemos hacerlo con más intensidad y entrega,
para que así la institución apostólica de esta cuarentena de días logre su
objetivo mediante nuestro ayuno, el cual ha de consistir mucho más en la
privación de nuestros la vicios que en la de los alimentos.
»Junto al razonable y santo ayuno, nada más
provechoso que la limosna, denominación que incluye una extensa gama de obras
de misericordia, de modo que todos los fieles son capaces de practicarla, por
diversas que sean sus posibilidades».
(San León Magno).
«Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la
conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores
«el saco y la ceniza», los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión
del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia
permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior
impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y
obras de penitencia2».
(Catecismo
de la Iglesia Católica, n.1430).
«La penitencia interior es una reorientación
radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro
corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia
las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la
resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la
confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada
de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron «animi cruciatus» (aflicción del espíritu),
«compunctio cordis» (arrepentimiento del corazón).»
(Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1431).
«La penitencia interior del cristiano puede tener
expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres
formas: el ayuno, la oración, la limosna3, que expresan la conversión con relación
a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la
purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como
medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para
reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la
salvación del prójimo4,
la intercesión de los santos y la práctica de la caridad «que cubre multitud de
pecados»
(1 P 4, 8).»
(Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1434).
«La conversión se realiza en la vida cotidiana
mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la
defensa de la justicia y del derecho5, por el reconocimiento de nuestras faltas
ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de
conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el
padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir
a Jesús es el camino más seguro de la penitencia6.»
(Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1435).
«Eucaristía y Penitencia. La conversión y la
penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en
ella
se hace presente el sacrificio de Cristo que nos
reconcilió con Dios;
por ella son alimentados y fortificados los que
viven de la vida de Cristo;
"es el antídoto que nos libera de nuestras
faltas cotidianas
y nos preserva de pecados mortales".»
(Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1436).
«La lectura de la Sagrada Escritura, la oración de
la Liturgia
de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero
de culto
o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de
conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados».
(Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1437).
«El proceso de la conversión y de la penitencia fue
descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada «del hijo pródigo»,
cuyo centro es «el padre misericordioso» (Lc 15, 11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el
abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra
tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a
apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que
comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y
la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la
acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos éstos son rasgos
propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de
fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la
vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo
el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo
revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad
y de belleza.»
(Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1439).
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