2016-09-04
«¿Quién comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13). Este interrogante del
libro de la Sabiduría, que hemos escuchado en la primera lectura, nos presenta
nuestra vida como un misterio, cuya clave de interpretación no poseemos. Los
protagonistas de la historia son siempre dos: por un lado, Dios, y por otro,
los hombres. Nuestra tarea es la de escuchar la llamada de Dios y luego aceptar
su voluntad. Pero para cumplirla sin vacilación debemos ponernos esta pregunta.
¿Cuál es la voluntad de Dios en mi vida?
La respuesta la encontramos en el mismo texto sapiencial: «Los hombres
aprendieron lo que te agrada» (v. 18). Para reconocer la llamada de Dios,
debemos preguntarnos y comprender qué es lo que le gusta. En muchas ocasiones,
los profetas anunciaron lo que le agrada al Señor. Su mensaje encuentra una
síntesis admirable en la expresión: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os
6,6; Mt 9,13). A Dios le agrada toda obra de misericordia, porque en el hermano
que ayudamos reconocemos el rostro de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18).
Cada vez que nos hemos inclinado ante las necesidades de los hermanos, hemos
dado de comer y de beber a Jesús; hemos vestido, ayudado y visitado al Hijo de
Dios (cf. Mt 25,40).
Estamos llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la
oración y profesamos en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se
ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios
(cf. 1 Jn 3,16-18; St 2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple
ayuda que se presta en un momento de necesidad. Si fuera así, sería sin duda un
hermoso sentimiento de humana solidaridad que produce un beneficio inmediato,
pero sería estéril porque no tiene raíz. Por el contrario, el compromiso que el
Señor pide es el de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de
Cristo lo sirve con su propia vida, para crecer cada día en el amor.
Hemos escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc
14,25). Hoy aquella «gente» está representada por el amplio mundo del
voluntariado, presente aquí con ocasión del Jubileo de la Misericordia.
Vosotros sois esa gente que sigue al Maestro y que hace visible su amor
concreto hacia cada persona. Os repito las palabras del apóstol Pablo: «He
experimentado gran gozo y consuelo por tu amor, ya que, gracias a ti, los
corazones de los creyentes han encontrado alivio» (Flm 1,7). Cuántos corazones
confortan los voluntarios. Cuántas manos sostienen; cuántas lágrimas secan;
cuánto amor derramo en el servicio escondido, humilde y desinteresado. Este
loable servicio da voz a la fe y expresa la misericordia del Padre que está
cerca de quien pasa necesidad.
El seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso;
requiere radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro en los más
pobres y ponerse a su servicio. Por esto, los voluntarios que sirven a los
últimos y a los necesitados por amor a Jesús no esperan ningún agradecimiento
ni gratificación, sino que renuncian a todo esto porque han descubierto el
verdadero amor. Igual que el Señor ha venido a mi encuentro y se ha inclinado
sobre mí en el momento de necesidad, así también yo salgo al encuentro de él y
me inclino sobre quienes han perdido la fe o viven como si Dios no existiera,
sobre los jóvenes sin valores e ideales, sobre las familias en crisis, sobre
los enfermos y los encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los
débiles e indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores
abandonados a sí mismos, como también sobre los ancianos dejados solos.
Dondequiera que haya una mano extendida que pide ayuda para ponerse en pie,
allí debe estar nuestra presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y
da esperanza.
Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa
dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por
medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la
abandonada y descartada. Se ha comprometido en la defensa de la vida
proclamando incesantemente que «el no nacido es el más débil, el más pequeño,
el más pobre». Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren
abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había
dado; ha hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que
reconocieran sus culpas ante los crímenes de la pobreza creada por ellos
mismos. La misericordia ha sido para ella la «sal» que daba sabor a cada obra
suya, y la «luz» que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera
lágrimas para llorar su pobreza y sufrimiento.
Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias
existenciales permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la
cercanía de Dios hacia los más pobres entre los pobres. Hoy entrego esta
emblemática figura de mujer y de consagrada a todo el mundo del voluntariado:
que ella sea vuestro modelo de santidad. Esta incansable trabajadora de la
misericordia nos ayude a comprender cada vez más que nuestro único criterio de acción
es el amor gratuito, libre de toda ideología y de todo vínculo y derramado
sobre todos sin distinción de lengua, cultura, raza o religión. Madre Teresa
amaba decir: «Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír». Llevemos en el
corazón su sonrisa y entreguémosla a todos los que encontremos en nuestro
camino, especialmente a los que sufren. Abriremos así horizontes de alegría y
esperanza a toda esa humanidad desanimada y necesitada de comprensión y
ternura.
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