Fieles en Ecatepec la tarde del domingo - AFP
14/02/2016 16:21
(RV).- En su segundo día en México el Papa
Francisco dejó la capital para trasladarse en helicóptero a Ecatepec,
ciudad satélite de un millón 650 mil habitantes, aproximadamente a 30
kilómetros de Ciudad de México, sede de diócesis elegida esta vez por el
Pontífice porque es una ciudad que jamás fue visitada por un Obispo de Roma. La
mañana del domingo 14, Francisco celebró la Santa Misa en el Área
del Centro de Estudios Superiores, y luego, al mediodía rezó el Ángelus con
los cientos de miles de congregados. En su homilía el Papa recordó que
este tiempo de Cuaresma es un buen momento para recuperar la alegría y la
esperanza que nos hace sentirnos hijos amados del Padre. "Cuaresma, tiempo
de conversión porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo ese
sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira, por aquel
que busca separarnos, generando una sociedad dividida y enfrentada",
precisó el Santo Padre, quien subrayó que la Cuaresma, "es tiempo para
ajustar los sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias que atentan
directamente contra el sueño y proyecto de Dios".
(RC-RV)
HOMILÍA DEL PAPA
El miércoles pasado hemos comenzado el tiempo
litúrgico de la cuaresma, en el que la Iglesia nos
invita a prepararnos para celebrar la gran
fiesta de la Pascua. Tiempo especial para recordar el regalo de nuestro
bautismo, cuando fuimos hechos hijos de Dios. La Iglesia nos invita a reavivar
el don que se nos ha obsequiado para no dejarlo dormido como algo del pasado o
en un «cajón de los recuerdos» este regalo. Este tiempo de cuaresma es un buen
momento para recuperar la alegría y la esperanza que hace sentirnos hijos
amados del Padre. Este Padre que nos espera para sacarnos las ropas del
cansancio, de la apatía, de la desconfianza y así vestirnos con la dignidad que
solo un verdadero padre o madre sabe darle a sus hijos, las vestimentas que
nacen de la ternura y del amor.
Nuestro
Padre es el Padre de una gran familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor
único pero no sabe generar y criar «hijos únicos» entre nosotros. Es un Dios
que sabe de hogar, de hermandad, de pan partido y compartido. Es el Dios del
Padre nuestro no del «padre mío» y «padrastro vuestro».
En
cada uno de nosotros anida, vive ese sueño de Dios que en cada Pascua, en cada
eucaristía lo volvemos a celebrar, somos hijos de Dios. Sueño con el que han
vivido tantos hermanos nuestros a lo largo y ancho de la historia. Sueño
testimoniado por la sangre de tantos mártires de ayer y de hoy.
Cuaresma,
tiempo de conversión porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo
ese sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira-
escuchamos en el Evangelio lo que hacía con Jesús- por aquel que busca
separarnos, generando una familia dividida y enfrentada. Una sociedad dividida
y enfrentada. Una sociedad de pocos y para pocos. Cuántas veces experimentamos
en nuestra propia carne, o en la de nuestra familia, en la de nuestros amigos o
vecinos, el dolor que nace de no sentir reconocida esa dignidad que todos
llevamos dentro. Cuántas veces hemos tenido que llorar y arrepentirnos por
darnos cuenta que no hemos reconocido esa dignidad en otros. Cuántas veces —y
con dolor lo digo— somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de
la dignidad propia y ajena.
Cuaresma,
tiempo para ajustar los sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias
que atentan directamente contra el sueño y el proyecto de Dios. Tiempo para
desenmascarar esas tres grandes formas de tentaciones que rompen, dividen la
imagen que Dios ha querido plasmar
Las tres tentaciones de Cristo…
Tres
tentaciones del cristiano que intentan arruinar la verdad a la que hemos sido
llamados.
Tres tentaciones que buscan
degradar y degradarnos.
Primera,
la riqueza, adueñándonos de bienes que han sido dados para todos y
utilizándolos tan sólo para mí o «para los míos». Es tener el «pan» a base del
sudor del otro, o hasta de su propia vida. Esa riqueza que es el pan con sabor
a dolor, amargura, a sufrimiento. En una familia o en una sociedad corrupta ese
es el pan que se le da de comer a los propios hijos.
Segunda
tentación, la vanidad, esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación
continua y constante de los que «no son como uno». La búsqueda exacerbada de
esos cinco minutos de fama que no perdona la «fama» de los demás, «haciendo
leña del árbol caído», va dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del
orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese,
sintiendo que no se comparte la «común vida de los mortales», y que reza todos
los días: «Gracias te doy Señor porque no me has hecho como ellos».
Tres
tentaciones de Cristo…
Tres tentaciones a las que el
cristiano se enfrenta diariamente.
Tres tentaciones que buscan
degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio. Que nos
encierran en un círculo de destrucción y de pecado.
Vale
la pena que nos preguntemos:
¿Hasta dónde somos conscientes
de estas tentaciones en nuestra persona, en nosotros mismos?
¿Hasta dónde nos hemos
habituado a un estilo de vida que piensa que en la riqueza, en la vanidad y en
el orgullo está la fuente y la fuerza de la vida?
¿Hasta
dónde creemos que el cuidado del otro, nuestra preocupación y ocupación por el
pan, el nombre y la dignidad de los demás son fuentes de alegría y esperanza?
Hemos
optado por Jesús y no por el demonio. Si nos acordamos lo que escuchamos en el
Evangelio, Jesús no le contesta al demonio con ninguna palabra propia sino que
le contesta con las palabras de Dios, con las palabras de la Escritura porque,
hermanas y hermanos, metámoslo en la cabeza, con el demonio no se dialoga, no
se puede dialogar porque nos va a ganar siempre. Solamente la fuerza de la
Palabra de Dios lo puede derrotar. Hemos optado por Jesús y no por el demonio
queremos seguir sus huellas pero sabemos que no es fácil. Sabemos lo que
significa ser seducidos por el dinero, la fama y el poder. Por eso, la Iglesia
nos regala este tiempo, nos invita a la conversión con una sola certeza: Él nos
está esperando y quiere sanar nuestros corazones de todo lo que degrada,
degradándose o degradando a otros. Es el Dios que tiene un nombre:
misericordia. Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es nuestra fama, su
nombre es nuestro poder y en su nombre una vez más volvemos a decir con el
salmo: «Tú eres mi Dios y en ti confío». Se animan a repetirlo juntos tres
veces: «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú
eres mi Dios y en ti confío».
Que
en esta eucaristía el Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su
nombre es misericordia, y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio
llena el corazón y la vida de los que se encuentran con Jesús... sabiendo que
con Él y en Él siempre renace la alegría» (Evangelii gaudium, 1)
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