El Papa Francisco preside la
celebración de la Santa Misa conclusiva del Sínodo de los Obispos sobre la
familia - AFP
25/10/2015 10:26
ALEGRARNOS POR LA GRACIA DE UNA COSECHA
QUE VA MÁS ALLÁ DE NUESTRAS FUERZAS Y CAPACIDADES
(RV).- La mañana del 25 de octubre, XXX
domingo del tiempo ordinario, el Santo Padre Francisco celebró la Santa Misa
por la conclusión de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos. El Obispo de Roma empezó su homilía notando que las tres lecturas del
día nos presentan la compasión de Dios, "su paternidad, que se revela
definitivamente en Jesús". “Hay un detalle interesante. Jesús pide a sus
discípulos ir a llamar a Bartimeo. Ellos se dirigen al ciego usando dos
expresiones, que solamente Jesús utiliza en el resto del Evangelio. En primer
lugar le dicen: ‘¡Animo!’, con una palabra que literalmente significa ‘¡ten
confianza!’. En efecto, solamente el encuentro con Jesús da al hombre la fuerza
para enfrentar las situaciones más graves. La segunda expresión es
‘¡Levántate!’, como Jesús había dicho a tantos enfermos, tomándoles de la mano
y sanándolos”.
(RC-RV)
Texto y audio de la homilía del Santo Padre
Francisco de la Santa Misa conclusiva del Sínodo de los Obispos
Las tres lecturas de este domingo nos presentan la
compasión de Dios, su paternidad, que se revela definitivamente en Jesús.
El profeta Jeremías, en pleno desastre nacional,
mientras el pueblo estaba deportado por los enemigos, anuncia que «el Señor ha
salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel» (31,7). Y ¿por qué lo hizo?
Porque él es Padre (cf. v. 9); y como el Padre cuida de sus hijos, los acompaña
en el camino, sostiene a los «ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas»
(31,8). Su paternidad les abre una vía accesible, una forma de consolación
después de tantas lágrimas y tantas amarguras. Si el pueblo permanece fiel, si
persevera en buscar a Dios incluso en una tierra extranjera, Dios cambiará su
cautiverio en libertad, su soledad en comunión: lo que hoy siembra el pueblo
con lágrimas, mañana lo cosechará con la alegría (cf. Sal 125,6 ).
Con el Salmo, también nosotros hemos expresado la
alegría, que es fruto de la salvación del Señor: «La boca se nos llenaba de
risas, la lengua de cantares» (v. 2). El creyente es una persona que ha
experimentado la acción salvífica de Dios en la propia vida. Y nosotros, los
pastores, hemos experimentado lo que significa sembrar con fatiga, a veces
llorando, y alegrarnos por la gracia de una cosecha que siempre va más allá de
nuestras fuerzas y de nuestras capacidades.
El pasaje de la Carta a los Hebreos nos ha
presentado la compasión de Jesús. También él «está envuelto en debilidades»
(5,2), para sentir compasión por quienes yacen en la ignorancia y en el error.
Jesús es el Sumo Sacerdote grande, santo, inocente, pero al mismo tiempo es el
Sumo Sacerdote que ha compartido nuestras debilidades y ha sido puesto a prueba
en todo como nosotros, menos en el pecado (cf. 4,15). Por eso es el mediador de
la nueva y definitiva alianza que nos da salvación.
El Evangelio de hoy nos remite directamente a la
primera Lectura: así como el pueblo de Israel fue liberado gracias a la
paternidad de Dios, también Bartimeo fue liberado gracias a la compasión de
Jesús que acababa de salir de Jericó. A pesar de que apenas había emprendido el
camino más importante, el que va hacia Jerusalén, se detiene para responder al
grito de Bartimeo. Se deja interpelar por su petición, se deja implicar en su
situación. No se contenta con darle limosna, sino que quiere encontrarlo
personalmente. No le da indicaciones ni respuestas, pero hace una pregunta:
«¿Qué quieres que haga por ti»? (Mc 10,51). Podría parecer una petición inútil:
¿Qué puede desear un ciego si no es la vista? Sin embargo, con esta pregunta,
hecha «de tú a tú», directa pero respetuosa, Jesús muestra que desea escuchar
nuestras necesidades. Quiere un coloquio con cada uno de nosotros sobre la
vida, las situaciones reales, que no excluya nada ante Dios. Después de la
curación, el Señor dice a aquel hombre: «Tu fe te ha salvado» (v. 52). Es hermoso
ver cómo Cristo admira la fe de Bartimeo, confiando en él. Él cree en nosotros
más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos.
Hay un detalle interesante. Jesús pide a sus
discípulos que vayan y llamen a Bartimeo. Ellos se dirigen al ciego con dos expresiones,
que sólo Jesús utiliza en el resto del Evangelio. Primero le dicen: «¡Ánimo!»,
una palabra que literalmente significa «ten confianza, anímate». En efecto,
sólo el encuentro con Jesús da al hombre la fuerza para afrontar las
situaciones más graves. La segunda expresión es «¡levántate!», como Jesús había
dicho a tantos enfermos, llevándolos de la mano y curándolos. Los suyos no
hacen más que repetir las palabras de alentadoras y liberadoras de Jesús,
guiando hacia él directamente, sin sermones. Los discípulos de Jesús están
llamados a esto, también hoy, especialmente hoy: a poner al hombre en contacto
con la misericordia compasiva que salva. Cuando el grito de la humanidad, como
el de Bartimeo, se repite aún más fuerte, no hay otra respuesta que hacer
nuestras las palabras de Jesús y sobre todo imitar su corazón. Las situaciones
de miseria y de conflicto son para Dios ocasiones de misericordia. Hoy es
tiempo de misericordia.
Pero hay algunas tentaciones para los que siguen a
Jesús. El Evangelio de hoy destaca al menos dos. Ninguno de los discípulos se
para, como hace Jesús. Siguen caminando, pasan de largo como si nada hubiera
sucedido. Si Bartimeo era ciego, ellos son sordos: aquel problema no es
problema suyo. Este puede ser nuestro riesgo: ante continuos apuros, es mejor
seguir adelante, sin preocuparse. De esta manera, estamos con Jesús como
aquellos discípulos, pero no pensamos como Jesús. Se está en su grupo, pero se
pierde la apertura del corazón, se pierde la maravilla, la gratitud y el entusiasmo,
y se corre el peligro de convertirse en «habituales de la gracia». Podemos
hablar de él y trabajar para él, pero vivir lejos de su corazón, que está
orientado a quien está herido. Esta es la tentación: una «espiritualidad del
espejismo». Podemos caminar a través de los desiertos de la humanidad sin ver
lo que realmente hay, sino lo que a nosotros nos gustaría ver; somos capaces de
construir visiones del mundo, pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de
nuestros ojos. Una fe que no sabe radicarse en la vida de la gente permanece
árida y, en lugar oasis, crea otros desiertos.
Hay una segunda tentación, la de caer en una «fe de
mapa». Podemos caminar con el pueblo de Dios, pero tenemos nuestra hoja de
ruta, donde entra todo: sabemos dónde ir y cuánto tiempo se tarda; todos deben
respetar nuestro ritmo y cualquier inconveniente nos molesta. Corremos el
riesgo de hacernos como aquellos «muchos» del Evangelio, que pierden la
paciencia y reprochan a Bartimeo. Poco antes habían reprendido a los niños (cf.
10,13), ahora al mendigo ciego: quien molesta o no tiene categoría, ha de ser
excluido. Jesús, por el contrario, quiere incluir, especialmente a quienes
están relegados al margen y le gritan. Estos, como Bartimeo, tienen fe, porque
saberse necesitados de salvación es el mejor modo para encontrar a Jesús.
Y, al final, Bartimeo se puso a seguir a Jesús en
el camino (cf. v. 52). No sólo recupera la vista, sino que se une a la
comunidad de los que caminan con Jesús. Queridos hermanos sinodales, hemos
caminado juntos. Les doy las gracias por el camino que hemos compartido con la
mirada puesta en el Señor y en los hermanos, en busca de las sendas que el
Evangelio indica a nuestro tiempo para anunciar el misterio de amor de la
familia. Sigamos por el camino que el Señor desea. Pidámosle a él una mirada
sana y salvada, que sabe difundir luz porque recuerda el esplendor que la ha
iluminado. Sin dejarnos ofuscar nunca por el pesimismo y por el pecado,
busquemos y veamos la gloria de Dios que resplandece en el hombre viviente.