El Papa Francisco durante la audiencia general del
tercer miércoles de junio con miles de fieles en la Plaza de San Pedro - ANSA
17/06/2015 11:13
(RV).- En su catequesis de
la audiencia general – celebrada el tercer miércoles de junio
en la Plaza de San Pedro y ante la presencia de varios miles
de fieles y peregrinos procedentes de numerosos países – el Papa
Francisco, prosiguió sus reflexiones sobre la familia y la
vida real, centrándose, en esta ocasión, en el luto por la pérdida de alguno de
sus miembros y que causa un dolor desgarrador.
Hablando en italiano el Santo Padre explicó
que esta experiencia, que viven todas las familias, forma parte de la vida y,
sin embargo, cuando toca los afectos familiares jamás nos parece natural. Así
por ejemplo, para los padres, sobrevivir a los propios hijos es algo sumamente
lacerante, que contradice la naturaleza elemental de las relaciones que dan
sentido a la misma familia. Mientras una situación semejante padece el niño que
se queda solo por la pérdida de uno de sus padres o de ambos.
TEXTO Y AUDIO COMPLETO DE
LA CATEQUESIS DEL PAPA
TRADUCIDO DEL ITALIANO
LA
FAMILIA. EL LUTO
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy
tomamos directamente inspiración del episodio narrado por el evangelista Lucas,
que acabamos de escuchar (cfr. Lc 7,11-15). Es una escena muy conmovedora, que
nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre – en este caso, una viuda que
ha perdido a su único hijo – y nos muestra también la potencia de Jesús sobre
la muerte.
La muerte es una experiencia que concierne a todas
las familias, sin ninguna excepción. Es parte de la vida; sin embargo, cuando
toca a los afectos familiares, la muerte no nos parece jamás natural. Para los
padres, sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que
contradice la naturaleza elemental de las relaciones que dan sentido a la familia
misma. La pérdida de un hijo o de una hija es como si detuviera el tiempo: se
abre un abismo que traga el pasado y también el futuro. La muerte, que se lleva
el hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los dones y
sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer.
Tantas veces vienen a misa en Santa Marta padres con la foto de un hijo, una
hija, niño, muchacho, muchacha y me dicen: “se fue”.
La mirada es tan dolorida. La muerte toca y cuando
es un hijo toca profundamente. Toda la familia queda paralizada, enmudecida. Y
algo similar sufre el niño que se queda solo, por la pérdida de un padre, o de
ambos. Esa pregunta: “¿dónde está papá?” “¿Dónde está mamá?” – Está en el
cielo. “¿Pero por qué no lo veo?” Esta pregunta que cubre una angustia en
el corazón del niño o la niña. Se queda solo. El vacío del abandono que se abre
dentro de él es aún más angustiante por el hecho que no tiene ni siquiera la
experiencia suficiente para “dar un nombre” a aquello que ha sucedido. “¿Cuándo
vuelve papá?” “
¿Cuándo vuelve mamá?” ¿Qué se responde? Y el niño
sufre. Y así es la muerte en familia.
En estos casos la muerte es como un agujero negro
que se abre en la vida de las familias y a la cual no sabemos dar explicación.
Y a veces, se llega incluso a dar la culpa a Dios. Pero cuánta gente – yo los
entiendo – se enoja con Dios, blasfema: “¿Por qué me has quitado el hijo, la
hija? ¡Dios no está, no existe! ¿Por qué hizo esto?” Tantas veces hemos
escuchado esto. Pero esta rabia es un poco aquello que viene del corazón, del
gran dolor. La pérdida de un hijo o de una hija, del papá o de la mamá es un
gran dolor. Y esto sucede continuamente en las familias. En estos casos, he
dicho, la muerte es casi como un agujero.
Pero la muerte física tiene “cómplices” que son aún
peores que ella y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen,
el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace todavía más dolorosa e
injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e
indefensas de estas potencias auxiliares de la muerte, que acompañan la
historia del hombre. Pensemos en la absurda “normalidad” con la cual, en
ciertos momentos y en ciertos lugares, los eventos que agregan horror a la
muerte son provocados por el odio y por la indiferencia de otros seres humanos.
¡El Señor nos libere de acostumbrarnos a esto!
En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión
donada en Jesús, tantas familias demuestran, con los hechos, que la muerte no
tiene la última palabra y esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que
la familia en el luto – incluso terrible – encuentra la fuerza para custodiar
la fe y el amor que nos unen a aquellos que amamos, impide a la muerte, ya
ahora, que se tome todo. La oscuridad de la muerte debe ser afrontada con un
trabajo de amor más intenso. "¡Dios mío, aclara mis tinieblas!”, es la
invocación de la liturgia de la tarde. En la luz de la Resurrección del Señor,
que no abandona a ninguno de aquellos que el Padre le ha confiado, nosotros podemos
sacar a la muerte su “aguijón”, como decía el apóstol Pablo (1 Cor 15,55);
podemos impedirle avenenarnos la vida, de hacer vanos nuestros afectos, de
hacernos caer en el vacío más oscuro.
En esta fe, podemos consolarnos unos a otros,
sabiendo que el Señor ha vencido la muerte de una vez por todas. Nuestros seres
queridos no desaparecieron en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura
que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte
que la muerte. Por esto el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido,
y el amor nos custodiará hasta el día en el cual cada lágrima será secada,
cuando “no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor” (Ap 21,4). Si nos
dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una más
fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una nueva apertura al dolor de
otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en
la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe. Pero yo
quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hoy hemos escuchado.
Después que Jesús trae de nuevo a la vida a este joven, hijo de la mamá que era
viuda, dice el Evangelio: “Jesús lo restituyó a su madre”.
¡Y ésta es nuestra esperanza! ¡Todos nuestros seres
queridos que se han ido, todos el Señor los restituirá a nosotros y con ellos
nos encontraremos juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este
gesto de Jesús; “Y Jesús lo restituyó a su madre”. ¡Así hará el Señor con todos
nuestros seres queridos de la familia!
Esta fe nos protege de la visión nihilista de la
muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de modo que la
verdad cristiana “no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de varios
géneros cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna” (Benedicto
XVI, Ángelus del 2 de noviembre 2008).
Hoy es necesario que los Pastores y todos los
cristianos expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la
experiencia familiar del luto.
No se debe negar el derecho al llanto - ¡debemos
llorar en el luto! También Jesús “rompió a llorar” y estaba “profundamente
turbado” por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11,33-37). Podemos más
bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que ha sabido
captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor,
crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los
muertos.
El trabajo del amor de Dios es más fuerte del
trabajo de la muerte. ¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que
debemos hacernos “cómplices” activos con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto
de Jesús: “Y Jesús lo restituyó a su madre”, así hará con todos nuestros seres
queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente
vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos
restituirá en familia a todos! Gracias.
(Traducción del italiano: María Cecilia Mutual -
RV)