31/12/2014
05:08
(RV).- “Agradecer y pedir perdón”, fue
el punto central de las palabras del Santo Padre durante la celebración de las
vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, durante el último
día del año. El Santo Padre recordó que con el Te Deum, canto del
tradicional himno de agradecimiento por la conclusión del año civil y la
Bendición Eucarística, alabamos al Señor y al mismo tiempo pedimos perdón, y la
actitud de agradecer “nos dispone a la humildad, a reconocer y a recoger los
dones del Señor”.
Francisco en su homilía nos invita a hacer un
examen de conciencia, y responder a algunas preguntas: ¿cómo es nuestra forma
de vivir? ¿Vivimos como hijos o como esclavos? ¿Vivimos como personas
bautizadas en Cristo, ungidas por el Espíritu, rescatadas, libres? O
¿vivimos según la lógica mundana, corrupta, haciendo lo que el diablo nos hace
creer que es nuestro interés?. El Papa Bergoglio afirma que siempre hay en
nuestro camino existencial una tendencia a resistirnos a la liberación; tenemos
miedo de la libertad y, paradójicamente, preferimos más o menos
inconscientemente la esclavitud, explicó. Además Francisco destacó que la
esclavitud nos impide vivir plena y realmente el presente, porque lo vacía del
pasado y lo cierra ante el futuro, a la eternidad. La esclavitud nos hace creer
que no podemos soñar, volar, esperar, recalcó.
Como Obispo de Roma también se
detuvo en el hecho de vivir en Roma que como él dijo “representa un gran don
para un cristiano”. Por eso nos invita a responder a las siguientes
preguntas en esta ciudad, en esta comunidad eclesial: ¿somos libres o somos
esclavos, somos sal y luz? ¿Somos levadura? O ¿estamos apagados, sosos,
hostiles, desalentados, irrelevantes y cansados?. Francisco, fiel a su persona,
siempre recuerda y está cerca de los más necesitados y así lo hizo también
presente en su última intervención del año: es “necesaria una gran y cotidiana
actitud de libertad cristiana para tener el coraje de proclamar, en nuestra
Ciudad, que hay que defender a los pobres, y no defenderse de los pobres, que
hay que servir a los débiles y no servirse de los débiles!”. Y así asegura que
cuando una ciudad ayuda a los pobres a promoverse en la sociedad, ellos revelan
el tesoro de la Iglesia y un tesoro en la sociedad. Al contrario, asegura que cuando
no se está pendiente de ellos, la sociedad se empobrece hasta la miseria,
pierde la libertad.
Concluyendo su homilía, el Papa, insistió en pedir
perdón y en dar las gracias, y en recordar que existe una “última hora” y que
existe “la plenitud del tiempo”.
(MZ-RV)
Homilía del Papa:
La Palabra de Dios nos introduce hoy, de forma
especial, en el significado del tiempo, en el comprender que el tiempo no es
una realidad extraña a Dios, simplemente por que Él ha querido revelarse y
salvarnos en la historia, en el tiempo. El significado del tiempo, la
temporalidad, es la atmósfera de la epifanía de Dios, es decir, de la
manifestación del misterio de Dios y de su amor concreto. En efecto, el tiempo
es el mensajero de Dios, como decía san Pedro Fabro.
La liturgia de hoy nos recuerda la frase del
apóstol Juan: «Hijos míos, ha llegado la última hora» (1Jn 2,18), y la de San
Pablo, que nos habla de «la plenitud del tiempo» (Ga 4,4). Por lo que el día de
hoy nos manifiesta cómo el tiempo que ha sido – por decir así – ‘tocado’ por
Cristo, el Hijo de Dios y de María, y ha recibido de Él significados nuevos y
sorprendentes: se ha vuelto ‘el tiempo salvífico’, es decir, el tiempo
definitivo de salvación y de gracia.
Y todo esto nos invita a pensar en el final del
camino de la vida, al final de nuestro camino. Hubo un comienzo y habrá un
final, «un tiempo para nacer y un tiempo para morir», (Eclesiastés 3,2).
Con esta verdad, bastante simple y fundamental, así
como descuidada y olvidada, la santa madre Iglesia nos enseña a concluir el año
y también nuestros días con un examen de conciencia, a través del cual volvemos
a recorrer lo que ha ocurrido; damos gracias al Señor por todo el bien que
hemos recibido y que hemos podido cumplir y, al mismo tiempo, volvemos a pensar
en nuestras faltas y en nuestros pecados: Agradecer y pedir perdón.
Es lo que hacemos también hoy al terminar el año.
Alabamos al Señor con el himno del Te Deum y al mismo tiempo le pedimos perdón.
La actitud de agradecer nos dispone a la humildad, a reconocer y a acoger los
dones del Señor.
El apóstol Pablo resume, en la Lectura de estas
Primeras Vísperas, el motivo fundamental de nuestro dar gracias a Dios: Él nos
ha hecho hijos suyos, nos ha adoptado como hijos. ¡Este don inmerecido nos
llena de una gratitud colmada de estupor!
Alguien podría decir: ‘Pero ¿no somos ya todos
hijos suyos, por el hecho mismo de ser hombres?’. Ciertamente, porque Dios es
Padre de toda persona que viene al mundo. Pero sin olvidar que somos alejados
por Él a causa del pecado original que nos ha separado de nuestro Padre:
nuestra relación filial está profundamente herida. Por ello Dios ha enviado a
su Hijo a rescatarnos con el precio de su sangre. Y si hay un rescate es porque
hay una esclavitud. Nosotros éramos hijos, pero nos volvimos esclavos,
siguiendo la voz del Maligno. Nadie nos rescata de aquella esclavitud
substancial sino Jesús, que ha asumido nuestra carne de la Virgen María y murió
en la cruz para liberarnos, liberarnos de la esclavitud del pecado y
devolvernos la condición filial perdida.
La liturgia de hoy recuerda también que «en el
principio – antes del tiempo – era la Palabra... y la Palabra se hizo hombre’ y
por ello afirma san Ireneo: Éste es el motivo por el cual la Palabra se hizo
hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en
comunión con la Palabra y recibiendo así la filiación divina, se volviera hijo
de Dios ( Adversus haereses, 3,19-1: PG 7,939; cfr Catecismos de la Iglesia
Católica, 460).
Al mismo tiempo, el don mismo por el que agradecemos
es también motivo de examen de conciencia, de revisión de la vida personal y
comunitaria, del preguntarnos: ¿cómo es nuestra forma de vivir? ¿Vivimos como
hijos o vivimos como esclavos? ¿Vivimos como personas bautizadas en Cristo,
ungidas por el Espíritu, rescatadas, libres? O ¿vivimos según la lógica
mundana, corrupta, haciendo lo que el diablo nos hace creer que es nuestro
interés?
Hay siempre en nuestro camino existencial una
tendencia a resistirnos a la liberación; tenemos miedo de la libertad y,
paradójicamente, preferimos más o menos inconcientemente la esclavitud. La
libertad nos asusta porque nos pone ante el tiempo y ante nuestra
responsabilidad de vivirlo bien. La esclavitud, en cambio, reduce el tiempo a
‘momento’ y así nos sentimos más seguros, es decir, nos hace vivir momentos
desligados de su pasado y de nuestro futuro. En otras palabras, la esclavitud
nos impide vivir plena y realmente el presente, porque lo vacía del pasado y lo
cierra ante el futuro, frente a la eternidad. La esclavitud nos hace creer que
no podemos soñar, volar, esperar.
Decía hace algunos días un gran artista italiano
que para el Señor fue más fácil quitar a los israelitas de Egipto que a Egipto
del corazón de los israelitas. Habían sido liberados ‘materialmente’ de la
esclavitud, pero durante el camino en el desierto con varias dificultades y con
el hambre, comenzaron entonces a sentir nostalgia de Egipto cuando ‘comían...
cebollas y ajo’ (cfr Num 11,5); pero se olvidaban que comían en la mesa de la
esclavitud.
En nuestro corazón se anida la nostalgia de la
esclavitud, porque aparentemente nos da más seguridad, más que la libertad, que
es muy arriesgada. ¡Cómo nos gusta estar enjaulados por tantos fuegos
artificiales, aparentemente muy lindos, pero que en realidad duran sólo pocos
instantes! ¡Y Éste es el reino del momento, esto es lo fascinante del momento!
De este examen de conciencia depende también, para
nosotros los cristianos, la calidad de nuestro obrar, de nuestro vivir, de
nuestra presencia en la ciudad, de nuestro servicio al bien común, de nuestra
participación en las instituciones públicas y eclesiales.
Por tal motivo, y siendo Obispo de Roma, quisiera
detenerme sobre nuestro vivir en Roma, que representa un gran don, porque
significa vivir en la ciudad eterna, significa para un cristiano, sobre todo,
formar parte de la Iglesia fundada sobre el testimonio y sobre el martirio de
los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Y por lo tanto, también por ello rendimos
gracias al Señor. Pero, al mismo tiempo, representa una responsabilidad. Y
Jesús dijo: «Al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más». (Lc 12,48)
Por lo tanto, preguntémonos: en esta ciudad, en
esta Comunidad eclesial, ¿somos libres o somos esclavos, somos sal y luz?
¿Somos levadura? O ¿estamos apagados, sosos, hostiles, desalentados,
irrelevantes y cansados?
Sin duda, los graves hechos de corrupción,
emergidos recientemente, requieren una seria y conciente conversión de los
corazones, para un renacer espiritual y moral, así como para un renovado
compromiso para construir una ciudad más justa y solidaria, donde los pobres,
los débiles y los marginados estén en el centro de nuestras preocupaciones y de
nuestras acciones de cada día. ¡Es necesaria una gran y cotidiana actitud de
libertad cristiana para tener el coraje de proclamar, en nuestra Ciudad, que
hay que defender a los pobres, y no defenderse de los pobres, que hay que
servir a los débiles y no servirse de los débiles!
La enseñanza de un simple diácono romano nos puede
ayudar. Cuando le pidieron a San Lorenzo que llevara y mostrara los tesoros de
la Iglesia, llevó simplemente a algunos pobres. Cuando en una ciudad se cuida,
socorre y ayuda a los pobres y a los débiles a promoverse en la sociedad, ellos
revelan el tesoro de la Iglesia y un tesoro en la sociedad.
Pero, cuando una sociedad ignora a los pobres, los
persigue, los criminaliza, los obliga a ‘mafiarse’, esa sociedad se empobrece
hasta la miseria, pierde la libertad y prefiere ‘el ajo y las cebollas’ de la
esclavitud, de la esclavitud de su egoísmo, de la esclavitud de su
pusilanimidad y esa sociedad deja de ser cristiana.
Queridos hermanos y hermanas, concluir el año
es volver a afirmar que existe una ‘última hora’ y que existe ‘la plenitud del
tiempo’. Al concluir este año, al dar gracias y al pedir perdón, nos hará bien
pedir la gracia de poder caminar en libertad para poder reparar los tantos
daños hechos y poder defendernos de la nostalgia de la esclavitud, y no
‘añorar’ la esclavitud.
Que la Virgen Santa, la Santa Madre de Dios, que
está en el corazón del templo de Dios – cuando la Palabra – que era en el
principio – se hizo uno de nosotros en el tiempo, Ella que ha dado al mundo al
Salvador, nos ayude a acogerlo con el corazón abierto, para ser y vivir
verdaderamente libres, como hijos de Dios.
Traducción Cecilia de Malak