Queridos
hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva
a un destino seguro: la Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo
sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la
conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de todo corazón» (Jl
2,12), a no contentarse con una vida mediocre,
sino a crecer en la amistad con el Señor.
Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque
incluso cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a él y, con esta
espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía, 8 enero 2016).
La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la
vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la
limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos
invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia. En concreto, quisiera
centrarme aquí en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19-
31).
Dejémonos guiar por este relato tan significativo, que
nos da la clave para entender cómo hemos de comportarnos para alcanzar la
verdadera felicidad y la vida eterna, exhortándonos a una sincera conversión.
1. EL OTRO ES UN DON
La parábola comienza presentando a los dos personajes
principales, pero el pobre es el que viene descrito con más detalle: él se
encuentra en una situación desesperada y no tiene fuerza ni para levantarse,
está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene
llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El
cuadro es sombrío, y el hombre degradado y humillado.
La escena resulta aún más dramática si consideramos que
el pobre se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que significa
literalmente «Dios ayuda». Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos
precisos y se presenta como alguien con una historia personal.
Mientras que para el rico es como si fuera invisible,
para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro; y, como
tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado,
recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano
(cf. Homilía, 8 enero 2016).
Lázaro nos enseña que el otro es un don. La justa
relación con las personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso
el pobre en la puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a
convertirse y a cambiar de vida.
La primera invitación que nos hace esta parábola es la de
abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea
vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un tiempo propicio para
abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de
Cristo.
Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino.
Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor. La
Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre
todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo
que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico.
2. EL
PECADO NOS CIEGA
La parábola es despiadada al mostrar las contradicciones
en las que se encuentra el rico (cf. v. 19). Este personaje, al contrario que
el pobre Lázaro, no tiene un nombre, se le califica sólo como «rico». Su
opulencia se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado.
La púrpura, en efecto, era muy valiosa, más que la plata
y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades (cf. Jr 10,9) y a los
reyes (cf. Jc 8,26). La tela era de un lino especial que contribuía a dar al
aspecto un carácter casi sagrado.
Por tanto, la riqueza de este hombre es excesiva, también
porque la exhibía de manera habitual todos los días: «Banqueteaba
espléndidamente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de forma patente la
corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el amor al
dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Homilía, 20 septiembre 2013).
El apóstol Pablo dice que «la codicia es la raíz de todos
los males» (1 Tm 6,10). Esta es la causa principal de la corrupción y fuente de
envidias, pleitos y recelos.
El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en
un ídolo tiránico (cf. Exh. ap. Evangelii gaudium, 55). En lugar de ser un
instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidaridad con
los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una
lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.
La parábola nos muestra cómo la codicia del rico lo hace
vanidoso. Su personalidad se desarrolla en la apariencia, en hacer ver a los
demás lo que él se puede permitir.
Pero la apariencia esconde un vacío interior. Su vida
está prisionera de la exterioridad, de la dimensión más superficial y efímera
de la existencia (cf. ibíd., 62).
El peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. El hombre rico se
viste como si fuera un rey, simula las maneras de un dios, olvidando que es
simplemente un mortal.
Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no
existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su
alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie
de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su
humillación
Cuando miramos a este personaje, se entiende por qué el
Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero: «Nadie puede estar al
servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al
contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir
a Dios y al dinero» (Mt 6,24).
3. LA
PALABRA ES UN DON
El Evangelio del rico y el pobre Lázaro nos ayuda a
prepararnos bien para la Pascua que se acerca. La liturgia del Miércoles de
Ceniza nos invita a vivir una experiencia semejante a la que el rico ha vivido
de manera muy dramática.
El sacerdote, mientras impone la ceniza en la cabeza,
dice las siguientes palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo
volverás». El rico y el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de la
parábola se desarrolla en el más allá. Los dos personajes descubren de repente que
«sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1 Tm 6,7).
También nuestra mirada se dirige al más allá, donde el
rico mantiene un diálogo con Abraham, al que llama «padre» (Lc 16,24.27),
demostrando que pertenece al pueblo de Dios.
Este
aspecto hace que su vida sea todavía más contradictoria, ya que hasta ahora no
se había dicho nada de su relación con Dios. En efecto, en su vida no había
lugar para Dios, siendo él mismo su único dios.
El rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos
de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su sufrimiento con
un poco de agua.
Los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que
el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le
explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez,
males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el
más allá se restablece una cierta equidad y los males de la vida se equilibran
con los bienes.
La parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se
dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía
viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirles; pero Abraham le
responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente
a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no
harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).
De esta manera se descubre el verdadero problema del
rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto
es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo.
La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar
la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar
el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don
del hermano.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo
propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los
sacramentos y en el prójimo. El Señor "que en los cuarenta días que pasó
en el desierto venció los engaños del Tentador" nos muestra el camino a
seguir.
Que el Espíritu Santo nos guie a realizar un verdadero
camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser
purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos
necesitados.
Animo a todos los fieles a que manifiesten también esta
renovación espiritual participando en las campañas de Cuaresma que muchas
organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes del mundo para que
aumente la cultura del encuentro en la única familia humana.
Oremos unos por otros para que, participando de la
victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los débiles y a los
pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la alegría de la
Pascua.
Vaticano, 18 de octubre de 2016
Fiesta de San Lucas Evangelista
FRANCISCO
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